El pueblo agua del desierto de Atacama

Ecosistemas y culturas originarias del norte de Chile en riesgo por la megaminería y el cambio climático

Roca, arena y cielos azules. Silencio. Viento y polvo. Si giras en círculos, podrías no encontrar otra cosa a tu alrededor. Es un desierto gigantesco. No hay lugar en el planeta donde llueva menos. Y es ahí, en la tierra más árida del mundo, donde viven los licanantay. La necesidad les ha obligado a saber cómo encontrar y gestionar el agua. Su cultura les ha enseñado a entenderla y respetarla. Hoy, una mujer camina por la orilla del delgado río San Pedro, donde su abuela le enseñó a vivir y comprender su cosmovisión. “Somos un pueblo agua”, cuenta.

Sonia Ramos es una sanadora licanantay que ha liderado durante años diversas luchas por el agua en el desierto de Atacama, en el norte de Chile. La reducción de las precipitaciones durante las dos últimas décadas y el aumento de las temperaturas a consecuencia del cambio climático, unidas a la intensa actividad minera, han tenido un impacto devastador para las comunidades locales. Se han destruido valiosos ecosistemas húmedos y dos de los principales ríos, el Loa y el Copiapó, ya se han secado. “El agua le pertenece a un pueblo en su totalidad y eso es lo que tenemos que aprender a valorar y respetar. Es el momento de levantar la voz”, explica Ramos.



En el 2015 y 2017 se registró un volumen de precipitaciones inusual en el desierto de Atacama. En pocas horas llovió lo que debiera llover en años, dando origen a un manto florido que cubrió el sur del desierto. El particular fenómeno natural, que duró unas semanas y se materializó debido al aumento de las temperaturas, fue un corto paréntesis en la creciente desertización y la escasez hídrica que vive el territorio.

En la región de Antofagasta, según un informe de la Dirección General de Aguas, las empresas mineras, en su mayoría transnacionales, poseen casi el 100% de los derechos de aprovechamiento sobre las aguas subterráneas y utilizan alrededor de 1000 litros por segundo de las superficiales. El mismo estudio señala que la crisis hídrica se extenderá a otras cuencas del país. “Lo que ha ocurrido en el norte es un holocausto al progreso. Se ha dado prioridad al extractivismo minero por sobre la integridad ambiental y la vida y costumbres de las comunidades que ahí habitan”, denuncia Sara Larraín, directora del programa Chile Sustentable. En la actualidad, el país transandino es el mayor productor de cobre del mundo (26’9%) y la minería representa el 8’1% de su Producto Interior Bruto (PIB).

Ríos de memoria

En los oasis, valles y quebradas del desierto de Atacama se instalaron hace miles de años los primeros licanantay. Fueron un pueblo agropastoril que cultivaba quinoa, algarrobo o chañar, y que criaba camélidos. “Aprendieron a ser autosuficientes y los asentamientos se convirtieron en una parada obligada para las remesas de ganado que viajaban desde el norte de Argentina hasta las costas chilenas”, cuenta Eva Siárez, quien fue profesora durante 39 años en la escuela básica de San Pedro de Atacama.

Los licanantay se organizaron en ayllus —forma de comunidad familiar originaria de la región andina— y desarrollaron una cultura propia. Aprendieron a escuchar entre el silencio del desierto. “Ancestralmente tenían la comprensión de que el agua era vida, que era parte nuestra y se respetaba como se respeta a otro ser”, cuenta Sonia Ramos. Sin embargo, la irrupción de la minería lo cambió todo. Los jóvenes se fueron a trabajar a los yacimientos de cobre y con el tiempo muchas tierras se abandonaron o se secaron. “El día de mañana el mineral va a desaparecer y no quedará ningún desarrollo, estos lugares se van a morir”, denuncia Siárez.

En la actualidad, la cosmovisión atacameña ha perdido protagonismo. Los hijos del desierto ya no hablan kunza —lengua licanantay que se encuentra extinta— y los ritmos y formas de vida han cambiado. El sistema occidental así lo dicta. “Vinieron estas empresas a decirnos que traían el gran desarrollo. Y la ingenuidad y la candidez les creyeron”, explica Ramos con tristeza. “Cambiamos la humanidad de la comunidad por lo material. Y eso es lo peor que le puede haber sucedido al pueblo licanantay, haber perdido su memoria”.

Desde el año 2009, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en el convenio 169, impone a los Estados la obligación de proteger los territorios y el medio ambiente indígena, reconocer sus derechos de subsistencia y respetar la importancia especial que para las culturas de estos pueblos significa su relación con las tierras que ocupan ancestralmente. Además, hace necesario el consentimiento previo libre e informado por parte de las comunidades ante cualquier proyecto. “La mercantilización del territorio ha sido una violación grave a la cultura y cosmovisión indígena. La legislación internacional ha llegado tarde al desierto de Atacama”, denuncia Sara Larraín.

El mercado del agua

Chile es el único país del mundo donde las aguas se encuentran legalmente privatizadas. La Constitución de 1980, elaborada durante la dictadura de Pinochet, establece en el artículo 19 que “los derechos de los particulares sobre las aguas, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos”. Además, el Código de Aguas de 1981 separa el dominio del agua de la tierra y prioriza su uso para los proyectos económicamente más “eficientes”.

“El modelo económico extractivista en Chile ha confrontado a las comunas del norte con la megaminería química, a las comunidades del centro con el sector agroexportador y a las comunidades del sur con el modelo hidroeléctrico y forestal”, explica Rodrigo Mundaca, ingeniero agrónomo y portavoz de MODATIMA. En la actualidad, el 73% de los derechos de aprovechamiento de agua de uso consuntivo —que se consume— está en manos del sector agrícola, el 9% del sector minero, el 6% del sector sanitario y el 12% del sector industrial. Y en el caso de los derechos de aprovechamiento de agua no consuntivos, el 81% pertenece a una sola empresa transnacional, la hidroeléctrica Enel.

Una iniciativa para reformar el Código de Aguas ingresó al Parlamento en el año 2011. Se aprobó en noviembre del 2016 y ahora se tramita en el Senado. La reforma refuerza el agua como un bien público y un derecho humano que debe ser garantizado por el Estado; establece la integridad de las tierras y las aguas en las comunidades indígenas; determina que los usos prioritarios son el agua potable, el saneamiento y las actividades económicas de subsistencia; y termina para el futuro con las concesiones permanentes. “No es todo lo que quisiéramos pero es un cambio sustantivo”, valora Sara Larraín.

En el mes de abril, sin embargo, el Gobierno envió 27 indicaciones al Senado para modificar la reforma. “El lobby del Consejo Minero y la Sociedad Nacional de Agricultura ha hecho efecto y quieren desnaturalizar por completo la reforma. El Gobierno borra con el codo lo que escribió con la mano”, declara Mundaca, quien también denuncia la criminalización y amenazas que reciben en Chile y América Latina los defensores del agua.

Cuestión de derechos humanos

La Organización de Naciones Unidas (ONU) reconoce desde el año 2010 el acceso al agua potable y saneamiento como un derecho humano, sin el cual no es posible ejercer los demás derechos. No obstante, a día de hoy y según la Dirección de Obras Hidráulicas, 500.000 chilenos no tienen agua potable y 1,5 millones viven sin saneamiento de aguas servidas. “Existe un desarrollo en el país que no es ni socialmente justo ni ecológicamente sano”, denuncia Mundaca.

Los territorios indígenas son los espacios donde mejor se ha conservado la diversidad. Tradicionalmente, su relación con la naturaleza se ha vinculado a la subsistencia y no al lucro, lo que ha generado estilos de vida sustentables. De acuerdo a esta cosmovisión, el pueblo licanantay aprendió a vivir en el lugar más árido del mundo. “Es necesario recuperar nuestra memoria. Si nuestro pueblo sabe de algo, es de agua. Sabe como manejarla, conducirla, guiarla y hacerla regresar, esa es la sabiduría del pueblo licanantay, el agua”, concluye Ramos, voz del desierto.

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Fuente: elpais.com