Hedy Lamarr: la estrella de Hollywood que fingió el primer orgasmo en el cine e inventó el Wi-Fi

Se estrena una película sobre Lamarr, para muchos la actriz más bella de la historia y una mujer adelantada a su tiempo.

Hedy Lamarr

He aquí una mujer que es todas las mujeres. Al menos dentro del rango que hasta hace muy poco el show business ha entendido que es una mujer. He aquí la glamourosa, la mujer fatal, la pecadora. He aquí la rebelde que ha vivido la vida a su manera, sin pedir permiso ni perdón. He aquí la mujer de ciencia que se anticipa a su tiempo y que por su modestia no obtiene el reconocimiento que merece. He aquí también otro tipo de pionera, la del shoplifting estelar mucho antes del famoso asunto de Winona Ryder en Saks Fifth Avenue. Todas estas personas reunidas en una pedían a gritos una película a la altura de sus posibilidades, y ya que la ficción no se ocupaba del asunto ha tenido que ser un documental el que lo hiciera.

Acaba de estrenarse en los Estados Unidos la película Bombshell: The Hedy Lamarr Story, de la directora Alexandra Dean, tras un recorrido triunfal por varios festivales. La cinta analiza, a través de testimonios de gente el cine como Mel Brooks, Peter Bogdanovich o Diane Kruger, la vida y la obra de quien en su día fuera considerada la actriz más bella del mundo, y que hoy podemos contemplar con otros ojos después de saber que, posiblemente, estamos en deuda con ella cada vez que comprobamos cómo se activa el icono de conexión Wi-Fi de nuestros dispositivos móviles. Después de todo (se supone que) las cosas han cambiado lo suficiente como para que parecer inteligente ya no sea un hándicap ni a la hora del glamour ni a la de cualquier otra cosa que una mujer se proponga.

Hedy Lamarr nació Hedwig Eva Maria Kiesler en Viena, en una familia de clase media-alta judía, el mismo año en que se declaraba la Primera Guerra Mundial, lo que ya debió bastar para que su existencia quedara marcada. “Descubierta” (qué maravilloso término, qué preñado de implicaciones y sobreentendidos está, y de alguna manera qué arcaico resulta) por el director teatral Max Reinhardt, se formó como actriz en Berlín para regresar a su ciudad natal y trabajar allí en pequeños papeles y como meritoria de rodaje. Sería gracias a su primer rol protagonista en la coproducción checa Ekstase, de Gustav Machatý (1933), como logró la fama. La película causó escándalo y conmoción en su estreno en el festival de Venecia, donde Mussolini exigió un pase privado para contemplar a solas cómo Hedy Kiesler atravesaba un bosque completamente desnuda.

Durante el rodaje, con el fin de no provocar suspicacias de la actriz, la cámara se colocó a gran distancia de modo que aquello pareciera un plano general en el que la carne y sus accidentes no pudieran percibirse con claridad, pero al aparato se le había aplicado un teleobjetivo y por tanto el cuerpo femenino se mostraba con todo lujo de detalles. Pero era 1933, y entonces se consideraba completamente normal engañar así a una actriz, más aún si ella era joven e inexperta y el fin de todo aquello era exhibir su linda figura.Hablando de engañar, en otra secuencia de la película Lamarr fingía el primer orgasmo femenino en el cine, y lo hacía con un realismo que anunciaba una brillante carrera. También anunciaba que su nombre quedaría inevitablemente vinculado a aquella escena, así que tomó la decisión de cambiar el nombre artístico de Hedy Kiesler por Hedy Lamarr y comenzar una nueva carrera lejos de Europa.

Cartel de

Pero antes de eso tuvo que librarse de otros obstáculos, como por ejemplo sus orígenes judíos en pleno corazón del Heimat o el contrato matrimonial que la unía a un rico fabricante de armas llamado Friedrich Mandl, sumamente bien relacionado con las altas esferas hitlerianas.Después del sofocón de Ekstase, Mandl no deseaba que su esposa siguiera trabajando en el cine: la prefería, definitivamente, animando sus fiestas para los amigotes nacionalsocialistas. Al parecer, aquellas juergas familiarizaron a Hedy con la terminología bélica y con ciertos detalles científicos relativos a la actividad armamentística, de lo que como veremos extraería después cierto provecho.Cuando tuvo que construirse una leyenda propia en su autobiografía –dictada a un “negro” o escritor fantasma–, contaría que huyó del domicilio conyugal por la ventana y que embarcó sin más rumbo a América: no hay manera de contrastar la veracidad de esta historia, aunque tendemos a pensar que algo de imaginación sí intervino en ella.Hedy Lamarr aterrizó en Hollywood, donde su primera película, Argel (1938), remake de la francesa Pépé le Moko, junto a Charles Boyer, resultó un bombazo. El público contenía la respiración impactado cada vez que la pantalla deparaba un primer plano suyo, lo que aportaba un clima eléctrico a las proyecciones en salas de cine. También parece que Boyer detestaba su trabajo. Vista hoy, es imposible pasar por alto su contenido camp, y sobre todo el pintón duelo de acentos –francés contra germánico– entre los dos protagonistas.Lamarr fue de inmediato requerida para otras películas que explotaban su belleza (y su inexpresividad) con un toque de exotismo indefinible, como Lady in the Tropics, White Cargo (“I am Tondelayo”, decía en su escena más memorable; pues un placer, Tondelayo), Cenizas de Amor (aquí trabajó con quien quizá fue su mejor director, King Vidor) o Noche en el alma. Coincidió con compañeros de primera categoría como Clark Gable, Spencer Tracy, Judy Garland o John Garfield. En su mejor momento, su nombre sonó para interpretar a la Ilsa de Casablanca, pero el papel lo obtuvo otra europea exótica, Ingrid Bergman, cuyo registro interpretativo era, admitámoslo, más amplio, aunque –al César lo que es del César- habría que ver cómo de airosa habría salido la triple ganadora de un Oscar de interpretar un personaje llamado Tondelayo.Durante la II Guerra Mundial, comprometida contra la amenaza nazi, realizó una gira vendiendo bonos de guerra a beneficio del ejército aliado. Mientras tanto su carrera en el cine languidecía, aunque lo hizo comme il faut: entre almohadones de raso y volutas de humo azulado.Conoció un momentáneo repunte gracias a Sansón y Dalila, de Cecil B. de Mille, que fue la película más taquillera de 1949 y donde ella interpretaba, obviamente, a la famosa peluquera del Antiguo Testamento. Alguien afirmó con bastante malicia que por primera vez una actriz tenía menos volumen de pecho que su partenaire masculino, el Sansón de Victor Mature. En cualquier caso, resulta no imposible disfrutar de este delirio bíblico pródigo en lúrex y eye-liner a nada que uno se lo proponga.El resto de su carrera siguió una línea bastante poco memorable entre América y Europa, con otras dos cumbres del kitsch semi-deliberado como La manzana de la discordia (donde interpretaba nada menos que a Genoveva de Brabante, Elena de Troya y Josefina Beauharnais) y La historia de la humanidad (donde era una improbable Juana de Arco). Abandonó la interpretación a los 44 años, cuando comenzaba el declive de su belleza física.

Hedy Lamarr en una piscina de Beverly Hills en 1955.

Durante mucho tiempo prácticamente no se tuvo más noticias de ella. Retirada en un barrio residencial de Orlando, adicta a la cirugía estética, los medios solo le depararon atención en 1966, cuando fue acusada de robar artículos por valor de 86 dólares (incluyendo un bikini y unas tarjetas de felicitación) en unos grandes almacenes. Se armó cierto revuelo mediático, pero finalmente los cargos fueron retirados. Curiosamente, el episodio se repitió de manera casi idéntica en 1991: Lamarr alegó entonces que se había olvidado de pagar los laxantes y el colirio que llevaba en el bolso, y todo terminó felizmente.Y aún más tarde se supo que la antigua estrella de Hollywood era posiblemente una de las personas a las que debemos inventos tan imprescindibles en nuestra vida contemporánea como el Bluetooth y el Wi-Fi.Sin formación académica en ciencias, Lamarr contaba entre sus pasatiempos con el de inventar artilugios: ya el magnate Howard Hughes, del que fue pareja efímera, reconoció en ella “un genio” después de que se le ocurrieran algunas aplicaciones de la morfología de los peces y las aves a la aeronáutica. Pero fueron las derrotas navales de los suyos en la II Guerra Mundial las que le inspiraron a desarrollar junto al músico e inventor George Antheil la técnica de modulación de espectro ensanchado por salto de frecuencia, que permitía originar una señal de radio no interceptable. Antheil y ella patentaron el invento, pero nadie manifestó interés por su aplicación a los torpedos submarinos como habían previsto.No fue hasta que prescribió la patente cuando el invento se tomó como punto de partida de otras investigaciones que habrían derivado en los actuales sistemas de transmisión de datos, aplicaciones de las que por desgracia Lamarr no habría obtenido ningún beneficio económico.Por otro lado, de ser todo esto exacto debemos admitir que la responsabilidad de que la protagonista de Sansón y Dalila no haya pasado a la historia como pionera de la era digital para conformarse con un discretísimo lugar en el olimpo del Hollywood clásico puede repartirse a partes iguales entre una sociedad machista que valora a las mujeres únicamente por su físico y las descabelladas estrategias autopublicitarias de nuestra protagonista.En Ecstasy and Me, la autobiografía que publicó en 1966, se limitaba a narrar –o lo hacía otra persona en su lugar– una sucesión de anécdotas picantonas, muchas de ellas ficticias, a las que después se arrepintió de haber prestado su nombre. Allí no mencionaba más torpedos ni más espectros ensanchados que sus ex maridos, que por cierto fueron en total seis (el último de ellos, el letrado que la había representado en su divorcio del penúltimo). Con el actor John Loder, el tercero, tuvo dos hijos. James, otro retoño al que supuestamente había adoptado mientras estaba casada con su esposo anterior y del que se desentendió enviándolo a un internado cuando contaba once años, resultó ser también su hijo biológico con Loder, en una más de las rocambolescas historias que jalonaron su trayectoria vital. Fallecida en 2000, había excluido a James de su testamento.

Admitamos la dificultad de casar todas estas historias –todas estas mujeres– en una sola. ¿Es la misma la inventora autodidacta que la diosa del sexo? ¿La simpática vendedora de bonos de guerra que la madre “desnaturalizada”? ¿La niñita judía que la anfitriona de gerifaltes nazis? Quizá no haya que hacerlo, al fin y al cabo. Como ocurre con muchas ficciones, quizá lo que procede con un personaje como Hedy Lamarr sea celebrar lo que tiene de inverosímil, y con ello de hermoso.

Fuente: revistavanityfair.es