‘Customizar’ el idioma: los anglicismos y el español

Continue reading the main storyFoto

Una sección de la frontera actual entre México y Estados Unidos, en Tijuana el 14 de marzo de 2018CreditEdgard Garrido/Reuters



AMHERST, Massachusetts — El Instituto Cervantes acaba de publicar un Diccionario de anglicismos del español estadounidense (DAEE) y su repertorio de palabras —unas 1250— incluye “áiscrin” para helado, “customizar” para personalizar, “mayor” para alcalde y “yonquería” para chatarrería.

Esta selección de palabras (otras igualmente hermosas son “bubi” para seno, “hevi” para duro o difícil y “laquear” para cerrar) le gustaría mucho al escritor que le da nombre al instituto, Miguel de Cervantes Saavedra. Contra el batallón de gente refinada que detesta este tipo de “barbarismos” —una palabra a veces usada como sinónimo de “anglicismo” y que sirve para desacreditar aquello que es a un tiempo indeseable y amenazante—, el autor del Quijote era partidario de hacer que el lenguaje fuera flexible e ilimitado. En su novela inventó un puñado de vocablos, por ejemplo “zonzo”, que a la postre se incorporaron al español.

Hoy, el contacto entre el español y el inglés es un fenómeno insoslayable y sin embargo se ha empleado mal el término “anglicismo”. El Diccionario de la Lengua Española lo describe como “vocablo o giro de la lengua inglesa empleado en otra”. Ejemplos comunes en nuestro idioma son “delivery” y “online”. El problema de esta definición es que sugiere que la presencia de estos términos es esporádica. Acaso sea así en muchas partes del mundo hispánico, pero en Estados Unidos, donde aproximadamente 57,5 millones de latinos nos forcejamos a diario en algo que se llama spanglish, esa frecuencia es todo menos ocasional. Aquí el español vive canibalizando al inglés, reconfigurándolo y reinventándose al tiempo que quiebra su estructura sintáctica. Establecer qué es un hispanismo y qué un anglicismo es una labor bizantina.

Según el autor del DAEE, Francisco Moreno-Fernández —académico de número de la Academia Norteamericana de la Lengua Española—, el diccionario ni es normativo ni escolar porque “no es un instrumento de aprendizaje o desarrollo de la lengua”. Tampoco es un léxico de dudas, “ya que no pretende dictaminar sobre lo que es o no apropiado, en caso de vacilación”. Y no aspira a recoger “las voces incluidas en los diccionarios que puedan compartir con este algunas de sus características”.

¿Qué es entonces? Un manojo de palabras a partir de un entendimiento bastante laxo del concepto de “anglicismo”, cuyo objetivo es diferenciar al español estadounidense del español de otras áreas geográficas.

A primera vista es un objetivo loable. Pero visto con profundidad en realidad no lo es. Basta una mirada paciente para advertir que el DAEE parte de una falsa premisa: las lenguas necesitan una nacionalidad para legitimarse. En realidad, no importa de dónde vienen ni adónde van; lo que importa es que digan algo que la gente entienda.

Porque toda comunicación es una negociación que no se mide en ganancias y pérdidas sino en el acto mismo de la supervivencia. Esto ha pasado con el español en Estados Unidos: se ha mezclado con gozo y exuberancia con el inglés y ha compuesto un código híbrido que fluye con naturalidad en un ir y venir de palabras en ambos idiomas. La línea de demarcación que separa los idiomas, como las líneas fronterizas entre un país y otro, siempre es artificial y caprichosa.

Muchas de las voces en el DAEE provienen de un léxico que preparé en 2002 titulado Spanglish: The Making of a New American Language, otras han dejado de circular y algunas presuponen un conocimiento limitado o erróneo del switcheo de lenguas. Un ejemplo es “obnoxio” para desagradable o repugnante. El uso que da Moreno-Fernández es “su discurso fue realmente obnoxio”, pero es un término que no he escuchado; tampoco “fone” para diversión o entretenimiento.

Moreno-Fernández no parece decidirse sobre la ortografía. Deletrea “focop” para algo que está dañado y “fokin” para jodido y confunde esta última voz con “puto”, un mexicanismo que tiene significados múltiples. O dice “tuistear”, con s, para el acto de escribir en Twitter pero “tuiteador” para la persona que participa activamente en Twitter. Esas imprecisiones pertenecen a los esfuerzos académicos que se hicieron en la primera década de este siglo. Hoy ya están resueltos en la mente de muchos usuarios. En este sentido, el DAEE va varios pasos atrás y no parece seguir el ritmo vivo y cambiante de la lengua entre sus usuarios, que vacilan cada vez menos en lo que respecta al arte de deletrear.

De algo servirá la existencia del DAEE a los investigadores futuros, pero su aproximación es desacertada. De hecho, la que podría opinar sobre estos asuntos y hasta resolverlos es la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), que habría sido la institución más apropiada para publicar el DAEE. Creada en 1973 con sede en Nueva York, la ANLE es la más joven de las academias en funcionamiento. Tendría que estar a nivel de calle en Estados Unidos, ser más consciente de las pocas fronteras que tiene un lenguaje y de lo libre que es, pero es tan anacrónica y cerrada como el resto de las instituciones que regulan el lenguaje.

El idioma vive en una constante metamorfosis. Miguel de Cervantes no entendería muchas palabras del vocabulario que utilizamos hoy y eso le divertiría. El manco de Lepanto sabría ver en esa riqueza léxica no la señal de tiempos aciagos, sino una evidencia de una sociedad más abierta.

Para algunos pensadores aislar los anglicismos en un lexicón ha sido una actitud de “resistencia” ante la embestida colonialista del imperio estadounidense. Esta actitud se enlista en la línea ideológica de José Enrique Rodó, contemporáneo de José Ortega y Gasset. En Ariel (1900), Rodó compara a los estadounidenses con Calibán, personaje de La tempestad de William Shakespeare: impetuosos, agresivos y desafiantes. Esa perspectiva sigue siendo vigente para muchos, pero cada vez cae más en desuso. Hoy vivimos en un mundo en el que las migraciones son incesantes y las lenguas se enriquecen y dejan de pertenecer a un lado u otro de la frontera. Marginar palabras, como los anglicismos, no tiene sentido: son palabras que se usan en las calles de toda América.

Es ridículo e inútil restringir el lenguaje. Ponerle nacionalidad a las palabras es guetoizarlas. La poeta puertorriqueña Giannina Graschi, invocando ecos shakesperianos, habla del idioma como “una estética bound to double business”. Las palabras, como las personas, cambian y se trasladan de un lugar a otro sin importar los muros ni los diccionarios.

POR ILAN STAVANS

Fuente: nytimes.com