El mandatario venezolano carece de toda legitimidad

Uta Thofern

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Las últimas elecciones libres en las que participaron los venezolanos tuvieron lugar en diciembre de 2015. La victoria arrolladora de la oposición fue considerada en aquel momento como una señal de esperanza para el depauperado petroestado. Sin embargo, fue la decepción la que se impuso cuando Maduro y los chavistas a su alrededor emprendieron un desollamiento sin precedentes de varias instituciones democráticas que hoy desemboca en el desmontaje completo del Estado de derecho y de la separación de poderes en el país.

Primero tomaron el control del Tribunal Supremo de Justicia. Luego impugnaron la legitimidad de la mayoría opositora en la Asamblea Nacional. Y después, paso a paso, restringieron las facultades de los representantes del pueblo en el Parlamento para, finalmente, declararlo superfluo y suplantarlo mediante una «Asamblea Nacional Constituyente” integrada exclusivamente por oficialistas nombrados a dedo. Humillados y convertidos en objeto de burla, los diputados opositores elegidos libremente todavía tienen permitido reunirse; pero, de facto, ellos no tienen nada más que decir en Venezuela.



Golpe de Estado por cuotas

Paso a paso, y con inusitada perfidia, Maduro logró, ante todo, una cosa: que las protestas en el extranjero lucieran débiles. Lo que se registró en Venezuela no fue un golpe de Estado violento; eso quizás habría persuadido a la comunidad internacional de reaccionar unánimemente. Lo que ocurrió fue más bien un golpe por cuotas del cual fue testigo el mundo entero con creciente impotencia. Maduro tardó un año y medio en derrocar al Parlamento; él aprovechó habilidosamente las manifestaciones antigubernamentales masivas de 2017 para justificar sus medidas represivas.

Decenas de personas, sobre todo jóvenes, perdieron la vida; cientos de miles, sus ilusiones; y millones, su patria. Alrededor de la décima parte de la población abandonó el país en los últimos tres años, huyendo de la opresión, primero, y de la miseria causada por el Gobierno pseudosocialista, más tarde. La nación con las reservas de petróleo más grandes del mundo ya no está en capacidad de garantizar ni el abastecimiento de alimentos y medicinas. Pero es precisamente esa precaria situación la que pone en manos del régimen una herramienta de presión adicional: a quienes se registren como chavistas se les promete el suministro regular de productos comestibles; los ingresos generados por la exportación de crudo y los créditos recibidos de Rusia y China todavía alcanzan para un reparto mínimo de víveres entre los simpatizantes forzados del chavismo.

Bajo esas condiciones, tras la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente, Maduro tardó menos de un año en dividir a la oposición, excluir a la mayoría de sus líderes de las elecciones siguientes y, para terminar, celebrar comicios presidenciales adelantados en mayo de 2018 que, desde luego, sólo él podía ganar.

Maduro: más que electo, ungido

Con el resultado de esas dudosas elecciones como respaldo, empieza ahora su segundo mandato el hombre que de por sí había sido más ungido que electo para asumir la presidencia de Venezuela. Y es que si su carismático predecesor, Hugo Chávez, no hubiera nombrado explícitamente a Maduro como su sucesor antes de morir, la oposición habría salido triunfante de los comicios presidenciales de 2013. Con perseverancia, Maduro ha usado su victoria, sumamente ajustada pero democrática, para sentar las bases de su injusto régimen.

En el exterior, los reproches contra su Gobierno se han vuelto más altisonantes, el éxodo de venezolanos ya no se puede ignorar y la situación económica del país es desoladora. Pero en China y Rusia, Maduro encuentra todavía a aliados fuertes que ven a Venezuela como su cabeza de playa en América Latina. Los chavistas no sólo se aferran al poder para velar por sus privilegios, sino también porque saben que, de haber un cambio de régimen, ellos serán castigados severamente. Y los más recientes giros políticos en el continente –con la llegada al poder de los populistas de derecha en Estados Unidos y Brasil, y de los populistas de izquierda en México– hacen cada vez más improbable una política común de cara a Venezuela.

Las perspectivas para Maduro y su entorno no se ven tan mal. Y, por eso mismo, las de su país se ven peores.

(erc/jov)
Uta Thofern, directora de la redacción latinoamericana de DW.

Fuente: DW