Conspirafóbico

 

Llama la atención cómo los seres humanos creemos en teorías conspirativas y hacemos eco en nuestras redes sociales de las más descabelladas historias: el hombre no llegó a la luna, y todo fue parte de una campaña propagandística de la guerra fría; la mafia, en complot con la CIA, asesinó a JFK; el accidente de Lady Di fue provocado, y detrás estaría la propia monarquía; existiría un grupo sombrío —de elegidos—, que controla el mundo a través de sus ramificaciones políticas y económicas; aún con todas las evidencias, por cuestiones religiosas y negación de la evolución, hay quienes no creen en los dinosaurios; y una de las más absurdas, que la tierra es plana.



La evidencia nos muestra que la creencia en conspiraciones atraviesa las clases sociales, el género, la cultura y la edad. Una de las razones para explicar este fenómeno social es que nos resulta más fácil aceptar una teoría de la conspiración porque, como lo estamos viviendo ahora en plena pandemia, la realidad puede ser mucho más caótica, azarosa y difícil de asumir. Pensar que, por ejemplo, la industria farmacéutica o intereses de países poderosos han fabricado este virus, nos pone en una posición de víctimas y hace más fácil asimilar el caos al que nos enfrentamos. Apuntamos, y queremos creer, que habría un responsable que ocasionó esto que no podemos controlar. Por paradójico que parezca, preferimos sentirnos cómodos en nuestro papel —pensar que hay alguna trama en nuestra contra—, y no necesariamente, estar en lo correcto.

En otras ocasiones, reconocemos patrones y uniformidades, y les damos significados y sentidos, cuando realmente no lo tienen. También, asumimos que cuando algo sucede, sucede porque alguien o algo lo hizo por una razón. En el intento de explicar esa razón, nos aferramos a cualquier explicación que nos proporcione un mínimo de certidumbre. Vemos, o encontramos, algunas coincidencias en torno a grandes eventos, y luego, inventamos una historia que refuerce nuestras propias creencias y somos dogmáticos con aquello que decidimos creer.

Esto está pasando con los supuestos remedios para prevenir o curar el Covid-19. Circulan cientos de videos y textos, muy bien elaborados, que señalan responsables que “impedirían el acceso” a la supuesta cura de la enfermedad. Cualquier testimonio o supuesta prueba que muestre lo que queremos ver, nos hace prescindir del método científico, de la medicina basada en la evidencia, y nos volvemos creyentes y predicadores de una verdad que nos conviene, que nos hace falta, que necesitamos. Los propios medios de comunicación, de manera irresponsable y poco ética, pensando solo en mejorar su audiencia, dan micrófono y palestra a cualquier “evangelizador de la buena nueva”.

Todos, sin excepción, creemos en alguna de estas múltiples teorías conspirativas. Aún conociendo las conclusiones de la comisión investigadora que señala: “no había evidencias persuasivas que indicaran que Lee Harvey Oswald estuviera involucrado en una conspiración para asesinar al presidente”, yo me adscribo a la teoría de que el asesinato de JFK no pudo ser hecho por un simple “lobo solitario”. Sin embargo, mi inofensiva creencia no le afecta a nadie. Otra cosa, muy diferente, es preconizar remedios que no tienen un sustento científico y que podrían poner en riesgo la salud de la población. Si yo quiero creer que el “agua de palta” me curará, porque mi octogenaria tía la tomó y se curó, no puedo ser tan irresponsable de hacer campaña para que todos la tomen.