La tormenta boliviana

 

A un lustro de celebrar el bicentenario de la declaración de la independencia de la República de Bolivia, nuestro país mediterráneo, que perdió su salida soberana al mar en dos ocasiones (Guerra del Pacífico, 1879-1884 / La Haya, 2018) navega ahora por la peor tormenta a la que se ha enfrentado en sus 195 años de vida.



El barco del Estado boliviano, azotado sin misericordia, nunca antes había afrontado tan dramáticas circunstancias, como en este fatídico 2020. Hasta hace algunos años, los pasajeros de este centenario buque no sospechaban que, al finalizar la segunda década del siglo XXI, lo que parecía una navegación tranquila y apacible se convertiría en una travesía de terror y con un destino incierto. El anterior capitán, con casi 14 años de tiránico liderazgo, en lugar de ser el último en abandonar la embarcación —como establece la tradición— salió huyendo en un bote salvavidas junto a su primer oficial, maestre, contramaestre, sobrecargo y enseres.

El período al mando de este capitán, que debió conducir el buque tricolor a mejor puerto, fue el tramo de mayor pesca de toda la historia desde 1825, cuando este soñado proyecto del Libertador zarpó a la mar. Nunca antes se había disfrutado de tantos recursos económicos para poder invertir en obras que atiendan las necesidades y carencias de la gente. En lugar de priorizar los excedentes y construir buenos y sólidos sistemas de salud, educación y justicia, se dilapidó nuestro patrimonio en helipuertos, palacios, museos, canchitas, aviones, empresas deficitarias, supernumerarios, viajes a mundiales de fútbol, onerosas campañas propagandísticas y una enorme y desvergonzada maquinaria de corrupción, en todas las esferas de la administración pública.

Huido el capitán, después de haber forzado su candidatura a la reelección y haber cometido un grotesco fraude, dejó atrás toda una estructura parlamentaria, tripulantes y mandos medios usufructuando del poder. La sucesión constitucional provocó que una capitana tome el timón de mando. Cuando todos esperaban un sereno gobierno de transición, hasta elegir democráticamente un nuevo líder, la capitana de la coyuntura, en una movida política legal —pero infortunada, para mi gusto—, se convirtió también en candidata. Y, junto a ella, los otros aspirantes: el jefe de máquinas anterior, responsable de la administración y dilapidación de los dineros estatales; un excapitán, con una imagen de ambigüedad y falta de autoridad; un líder emergente, sin todavía, la talla que las circunstancias demandan; y otros tantos, que completan la pluriculturalidad de la fotografía a colores que tanto nos gusta mostrar.

Mientras se tejía toda esta maraña de componendas, acuerdos, pactos y propuestas políticas, dos monstruosos componentes iban preparando lo nunca ningún navegante espera enfrentar: la tormenta perfecta. Uno, el más dramático, originado en la recóndita China: un invisible virus que, en pocos meses, paralizó a todo el planeta y se tuvo que declarar una emergencia sanitaria que tiene confinada a la especie humana en sus camarotes. Hasta la fecha, no hay un protocolo científico para curar la enfermedad, y menos aún, una vacuna que ponga fin a la pandemia. El otro, una crisis económica planetaria, producto del confinamiento y la paralización de las actividades de intercambio comercial y de servicios. La fusión de ambas anomalías ha desencadenado esta feroz tormenta de colosal magnitud.

En el caso boliviano, no hay ningún antecedente que tenga las dimensiones equivalentes a lo que estamos viviendo y en medio de una crisis política interna. Nuestro futuro tiene más interrogantes que respuestas: ¿Seremos capaces de construir un gran acuerdo nacional para remar, todos juntos, hacia una misma dirección? ¿Podremos vencer las gigantescas olas provocadas por el desempleo, el hambre, la desesperanza y el miedo? ¿Hay un puerto seguro en el horizonte?