Ese MIR al que quisimos tanto

Hace medio siglo un grupo de jóvenes, aún sin saberlo a ciencia cierta, sintonizaron con el programa de la izquierda nacional boliviana y fundaron esta tienda política.

Luis González Quintanilla

Ese MIR al que quisimos tanto



 

Desde hace varios años,  en el mes de septiembre se me ha hecho costumbre escribir un artículo, una crónica o notas rectoras de algún discurso de circunstancias para conmemorar el aniversario de la fundación del MIR. Pensaba que hacerlo ahora podía inferirse como un ejercicio de banalidad, pero el  encuentro con un antiguo dirigente me hizo cambiar de parecer.

Quizá por curiosidad, un tanto de provocación y  sarcasmo,  le  pregunté, en su condición de  insustituible operador partidario, qué programa estaba pergeñando para recapitular la fecha fundacional, en esta hora de pandemia y confinamientos. Me sorprendió, como siempre: “¿No sabes acaso cuántos años cumplimos? Del 49 a las bodas de oro hay sólo un año, me dijo Oscar Eid; toca preparar la celebración”. En efecto, medio siglo es algo que se dice pronto.

 Recordé que  el 7 de septiembre una veintena de hombres y mujeres jóvenes se dieron a la tarea de fundar un movimiento político, salir  de los entreveros universitarios y llegar a influir en la vida del conjunto de la nación.

Los pocos participantes en el evento clandestino, en el furioso comienzo de la dictadura, se miraron en el espejo de su propia alma sin llegar a vislumbrar que ese momento iba a ser fundacional e histórico. Iba a tocar las fibras del compromiso político de toda una generación.

Ese día la improvisación signó la reunión. Un compañero había prestado su casa, situada en una zona aparentemente segura del bajo San Pedro,  pero los que llegaron más temprano advirtieron que unos equipos de fulbito y sus barras,  ocupaban la canchita adyacente. Era un campeonato de falangistas universitarios, muchos de ellos paramilitares. La reunión se trasladó un par de cuadras abajo. El hecho marcó la importancia de la táctica en la política partidaria.

El nuevo instrumento era apenas el esbozo de un proyecto nacional. Tenía amplias certezas de lo que no quería ser y enormes dudas sobre lo que terminaría siendo. No quería formar parte de la izquierda tradicional, aquella que se resfriaba en Bolivia cuando estornudaban en Moscú, Beijing o La Habana. No quería ganar solo un centro facultativo, sino convertirse en la representación  nacional. No tenía mucho afecto hacia los pulidos  y a veces interminables debates ideológicos; valoraba más el peso de la práctica para asomarse a las entrañas de su país. Repudiaba la dictadura, combatiéndola tempranamente.

 Sin embargo, estos jóvenes aún sin  saberlo a ciencia cierta, sintonizaron con el programa de la izquierda nacional boliviana. Con las consignas del cambio que sistematizara otra generación en el Congreso Universitario de 1928: las minas al Estado y las tierras al indio; con la generación que pasó por la tragedia de la Guerra del Chaco y aceleró la alquimia de unidad para lograr la Revolución Nacional y sus grandes reformas de modernización y cohesión social.

La facción más numerosa de los  jóvenes del 71 aportó las ideas del humanismo cristiano en alza por las buenas nuevas del Concilio Vaticano II. También sumó a un equipo de intelectuales marxistas; fueron los que optaron por no ver pasar la avenida  revolucionaria del 52 desde la cómoda acera del ocioso debate ideológico. Juntos, por fin, convinieron con la real politik que desarrolló ese proceso –que con lágrimas, sangre y decepciones– fue la manera en que los bolivianos echaron a andar el camino revolucionario de su modernización.

Lo demás fue convertir en normal y cotidiano estas ideas elementales. La lucha contra la dictadura del septenio tuvo en el MIR un formidable ariete. La alianza con uno de los conductores de la Revolución Nacional, Hernán Siles Zuazo, y el entronque histórico con ese proceso, les mostró los caminos para ocupar el territorio y ser parte de la ilusión de sus gentes. Les enseñó el procedimiento de tejer la unidad del pueblo para derrotar a la dictadura. Desechó los cantos de sirena, de una revolución importada que fracasó en todos sus intentos de convertir a Latinoamérica en otra Sierra Maestra. Se destacó por aportar a su estructura una  dirección colectiva: Jaime Paz Zamora, Antonio Aranibar Quiroga y Oscar Eid Franco.

Fracasos y decepciones, luces y sombras, pero el mandato de restituir la democracia fue cumplido a cabalidad con el retorno de las libertades. Su gran sombra, en los tiempos de la alianza udepista fue la conducción económica, soberbia intelectual e inexperiencia de gestión, que condujeron a ese fracaso.

Pero el proceso de construcción nacional –a pesar de dolorosos desgajamientos–  continuó, pues ya se lo intuía con más claridad. Fueron los años con el MIR en el poder cuando se hizo contundente el avance institucional. De ese gobierno surgieron los acuerdos “Mariscal Andrés de Santa Cruz”, que institucionalizaron la Corte Nacional Electoral con Huáscar Cajías (delegado presidencial) y sus notables; se establecieron calificadas mayorías parlamentarias para la elección de los grandes entes y empresas nacionales; se acercó el país a los valores republicanos de la división de poderes y la aplicación del diálogo y el consenso para encontrar acuerdos generales entre el gobierno y la oposición. Se contribuyó sustancialmente a la economía nacional con el desarrollo de los grandes campos de gas y los contratos para su venta; además, posteriormente, para  la protección global de la industria con la gestión y promulgación de la Ley de Hidrocarburos.

Dos hombres señalados de la conducción mirista fueron protagonistas de este trabajo colectivo: primero, Jaime Paz Zamora, en su período presidencial y luego Hormando Vaca Díez cuando ocupó la presidencia del Congreso.

En este largo recorrido hubo mártires y héroes. Los más centellantes: Jorge Chichi Ríos, Carlos Bayro y los mártires de la calle Harrington,  entre otros varios. Pero los más, conocidos o anónimos,  expusieron el pellejo y no fueron mártires por circunstancias del azar; porque no tocaba: sus nombres no estaban escritos en la nómina de los que iban a cruzar el río. Pero casi todos esos luchadores por la democracia sufrieron cárcel, destierro y persecución.

 Al ponerme a la tarea de componer estas líneas llegué al convencimiento de que ellas,  en modo alguno,  son solamente un ejercicio pueril de nostalgia. Los que ahora ejercitan la política deberían ver en el retrovisor de nuestra historia –antes de la llegada de los dinamiteros del sistema político republicano, bárbaros o ilustrados–  para no anteponer la soberbia, el sectarismo y la ambición al diálogo y a los acuerdos.

 Acongoja ver que los protagonistas  de la nueva política, en esta patria violada y lacerada y cuyo dolor aún  no ha tocado fondo, repudian la práctica de los valores que destaco.

Fuente. Página Siete