La presidenta inopinada que enfrentó crisis y cedió a la tentación del poder

La primera beniana en ascender al poder tuvo la misión de pacificar un país convulsionado. Ha pasado un año desde la forma imprevista en que llegó a Palacio hasta la furtiva y solitaria con que lo deja.

Isabel Mercado / La Paz

Cuando se refiere a su pasado, la presidenta Jeanine Añez suele contar que es una de siete hijos de una pareja de maestros de escuela en un municipio beniano llamado San Joaquín.



Jeanine estudió en un colegio fiscal (sólo de niñas) y luego, ante la falta de oportunidades en su pueblo, hizo varios estudios, de secretariado primero en La Paz y luego en Santa Cruz.

Se casó con el abogado beniano Tadeo Ribera, con quien se trasladó a La Paz y luego retornó a Trinidad. Junto a él tuvo a sus hijos, Carolina y José Armando, y con él administró un restaurante que ayudó a la sobrevivencia familiar. También, ya casada, se formó como abogada en la universidad pública del Beni y trabajó como presentadora de televisión en Trinidad.

Su carrera política surgió de manera espontánea y casi predecible. Primero, fue su esposo el que incursionó en esta actividad cuando se presentó como concejal por UCS (el partido de Max Fernández) en Trinidad; luego, con este mismo partido, llegó a ser elegido alcalde de Trinidad (1996-2001).

En ese contexto se da el ingreso a la política de Jeanine Añez, quien logró ser elegida como asambleísta para el proceso constituyente (2006-2007) en representación de Podemos, la agrupación de Jorge Tuto Quiroga, y participar en la comisión de Poder Judicial.

Luego de esta experiencia, Añez no se separó más de la vida  política. De 2010 a 2015 fue elegida senadora del Beni por el Plan Progreso Convergencia Nacional, alianza liderada por Manfred Reyes Villa.

Para la gestión 2015-2020, fue senadora por Unidad Demócrata, partido liderado por Samuel Doria Medina. Llegó a ser segunda vicepresidenta del Senado para la gestión 2019-2020. La presidencia de esa directiva estaba a cargo de Adriana Salvatierra y la primera vicepresidencia del senador del MAS por Oruro  Rubén Medinaceli.

Cuando ya se conocían las listas de candidatos a senadurías y diputaciones para la elección de 2019, Jeanine Añez no estaba en las listas de los demócratas. Sus planes eran, lo dijo ella en septiembre de 2019, volver a Trinidad. Había cierta resignación en ese destino, pues no había conseguido apoyo de su partido para una nueva postulación.

Con todo, en su tierra era admirada y considerada una figura política. Su personalidad extrovertida y sus posiciones conservadoras eran bien conocidas entre sus seguidores.

Entonces, se precipitó una crisis que ella vio, como la mayoría de los ciudadanos a la distancia, desde los medios y las noticias. A la renuncia de Evo Morales le sucedieron una serie de otras renuncias, como efecto dominó. Después de las dimisiones de los presidentes del Senado y Diputados  Adriana Salvatierra y Víctor Borda respectivamente, estos cargos quedaron acéfalos; lo mismo sucedió con las vicepresidencias, de modo que la siguiente en la línea de sucesión constitucional resultó ser la senadora Jeanine Añez.

Su ascensión a la presidencia fue legitimada por el mismo Tribunal Constitucional Plurinacional que había avalado la polémica cuarta e ilegal postulación de Evo Morales a la Presidencia de Bolivia. El TCP declaró que Añez había asumido legalmente el cargo ipso facto, de conformidad con el precedente establecido por la Declaración Constitucional 0003/01 del 31 de julio de 2001.

Mientras se debatía este desenlace, Añez intentaba ser trasladada desde Trinidad hasta La Paz en medio de un clima convulso e inestable. Su primera reacción, antes de saber si se lograría el aval del TCP, primero, y de la Asamblea Legislativa, luego, para ser designada presidenta transitoria, fue el susto y el llanto.

Añez, parlamentaria por más de una década por su región, no había conseguido mayor protagonismo que el de algunas de sus declaraciones críticas al MAS y uno que otro polémico tuit en el que  se la apreciaba como religiosa, republicana y hasta racista. No tenía un aparato político ni una estructura partidaria de la cual arrancar para hacerse cargo del gobierno en la peor de sus crisis.

Así fue como llegó aquella crispada sesión parlamentaria que no conseguía tener el mínimo quórum, a la cual no asistieron -o no fueron permitidos de asistir- las mayorías del MAS, y en la que finalmente se la proclamó presidenta. Se ha dicho desde entonces, repetidamente, que ella es la presidenta autoproclamada, aunque fueron otros quienes la ubicaron, la trajeron y la proclamaron ante el estupor de todos y el suyo propio.

El 12 de noviembre Jeanine Añez asume el mando de la nación como la sexagésimo sexta presidenta constitucional de Bolivia y la segunda mujer en comandar la nación (después de Lidia Gueiler). Allí  empieza un mandato que ha tenido en menos de un año (poco más de 11 meses) altas y bajas extremas. Todo menos normalidad.

Su primera tarea fue la pacificación de un país al borde de una guerra civil. Añez fue llamada a detener la convulsión social, lo que derivó en cruentas intervenciones militares en Sacaba y Senkata con una treintena de fallecidos y un proceso que aún no se esclarece. Ese es y será el sino con que se la recuerde y por el que probablemente se la juzgue y condene.

Sin embargo, en el balance actual no figuran hechos de violencia y momentos de zozobra como el incendio de 64 buses PumaKatari, la quema de la casa del entonces rector de la UMSA Waldo Albarracín y de la periodista Casimira Lema, los dinamitazos de pasarelas en El Alto, las amenazas de cerco a las ciudades, la muerte de cívios en Montero  y otros hechos promovidos por el MAS que tampoco han sido esclarecidos.

Jeanine llegó al Gobierno para mostrar una imagen de fortaleza que es difícil saber si fue realmente tal. Las directrices de su gestión fueron impulsadas por figuras altisonantes y autoritarias, como su ministro de Gobierno  Arturo Murillo, que implementó un sistema de persecución igual o peor al del largo régimen del MAS.

Con todo, fue Jeanine quien puso la cara, el sello y la firma. Si en  un principio se la vio humilde y dispuesta únicamente al servicio encomendando de convocar a elecciones transparentes, en pocas semanas ese halo fue cambiando. Un ejemplo claro fue el lanzamiento de su candidatura, el 25 de enero de 2020, a poco más de dos meses de iniciar su gestión.

Cuando las encuestas le sonreían circunstancialmente, ella y su entorno decidieron que no había mejor manera de asegurar el alejamiento del MAS que lanzarse a la carrera política. Habían empezado con mano fuerte, y parecía que las albricias restantes de la gesta de los 21 días y las revueltas populares que acabaron con la huida de Evo Morales, durarían toda una vida. De modo que desoyendo críticas, clamores y hasta la lógica, Jeanine decidió poner en una candidatura todo su capital, un capital que apenas empezaba a surgir.

La pandemia y su mala gestión se encargaron muy pronto de demostrar el error, pero ni estas ni otras señales fueron oídas hasta muy avanzado el proceso electoral. Fue un 17 de septiembre, un mes antes de los comicios, cuando la presidenta Añez y su sigla accidental  Juntos  dieron un paso al costado en la carrera electoral, señalando  que lo hacían “por el bien mayor” y para “evitar dispersar el voto del bloque antimasista” en las elecciones que finalmente fueron vencidas por el MAS con el 55% de los votos.

Así empezaba el eclipse del fugaz paso de la primera mujer beniana en ascender al poder. De la forma inopinada en que llegó a Palacio, a la furtiva y solitaria con que lo abandona. Poder y derrota, como toda tragedia.