Del laboratorio boliviano a la revolución molecular

Emilio Martínez Cardona

En el marco de la actual convulsión colombiana, un tuit del diputado de Comunes (el partido de las FARC), Sergio Marín, llamando a la “revolución molecular disipada” y rematado con el clásico guevarista “¡Venceremos!”, llamó la atención sobre este concepto, acuñado por el psicoanalista y teórico de la acción insurreccional Félix Guattari.



En una curiosa articulación de neomarxismo y psicoanálisis heterodoxo, el pensador francés proponía “conspirar a través de máquinas de guerra sociales” con un esquema, la “revolución molecular disipada”, donde no hay verticalidad ni mando centralizado y donde los actores se coordinan temporalmente para sus ataques, para luego disiparse.

Se trata de una modalidad intermedia entre la guerrilla urbana y la acción directa callejera, tradición que se debe analizar en profundidad.

Aunque el libro de Guattari data de varias décadas atrás, existe una reedición en español relativamente reciente, del año 2017, que lo ha puesto de moda en círculos universitarios neomarxistas de América Latina.

Teniendo en cuenta que las demandas de los movilizados en Colombia pasaron rápidamente de la desactivada reforma tributaria al pedido de “retomar el diálogo con las FARC y el ELN”, es inevitable preguntarse sobre la incidencia de estas formaciones armadas en las estrategias insurreccionales urbanas.

Ya en el 2008, durante una visita a Bogotá, dos expertos en las tácticas de la principal narcoguerrilla colombiana me explicaron que las FARC libraban su combate no sólo a través de la violencia en territorios rurales, sino en una acción “multidimensional” que incluía a la “guerra social”, entendida como la manipulación de brazos sindicales y estudiantiles para operaciones de desestabilización.

Lo peor de estas tácticas, según me comentaron, era la utilización de cuerpos de élite de francotiradores para hacer sacrificios en el “campo popular” y propiciar el victimismo.

Evidentemente, el repertorio de la “guerra social” y el foquismo urbano se ha ido enriqueciendo y complejizando a lo largo del tiempo, hasta llegar a la actual escalada colombiana que incluye el ataque a 64 estaciones de policía, vandalizadas o directamente destruidas, lesiones a unos 570 uniformados y la incineración de decenas de buses del transporte público (como sucedió en La Paz hace un año y medio).

Parece bastante evidente que muchas de estas prácticas fueron previamente implementadas en Chile en el 2019, logrando, si no la renuncia de Sebastián Piñera que se buscaba, sí el “objetivo B” de forzar un proceso constituyente con un formato favorable a los radicales.

Pero es en la Bolivia de octubre del año 2003 donde podemos encontrar un temprano “laboratorio” de pruebas para la “guerra social”, con bajas producidas por armamento distinto al del Ejército. Se ha confirmado, por datos extraídos de la computadora de alias Raúl Reyes, la presencia en territorio boliviano para esa fecha de al menos 60 efectivos de las FARC.

¿Coincidencia o genealogía de una misma estrategia?