Auge y caída de Comaneci, la niña que logró la rutina perfecta

Hoy se cumplen 45 años de la proeza que cambió la historia de la gimnasia y situó a Rumanía en el mapa. Una historia de triunfo y olvido de poco más de 30 kilos.

nadia comaneci

Fuente: revistavanityfair.es



 

 

No fue el primer diez. Ni siquiera fue su primer diez. Pero la imagen del solitario 1.00 en el Swiss Timming del Montreal Forum es tan poderosa que la realidad no se molesta en arruinar una bonita historia. El primer diez lo había recibido meses atrás en la American Cup, una competición intrascendente que no parecía digna de pasar a la historia del deporte, aunque sí pasó a la historia personal de Nadia. En ese campeonato conoció al hombre con el que se casaría 20 años después, el también gimnasta Bart Conner.

Pero el 18 de julio de 1976 no hay matrimonio en el horizonte de Nadia. Solo tiene catorce años y ha llegado a los juegos con la vitola de campeona de Europa y un runrún en el ambiente que habla de un potencial desmesurado. Nadia llegaba a Montreal como una promesa y se despediría como un icono gracias a una rutina de asimétricas en la que su cuerpo formó ángulos de cartabón que colocaron la puntuación perfecta en un reloj que solo había sido programado para juzgar a los humanos y que desconcertó a un público que pasmado tardó varios segundos en interpretar aquel dígito inesperado.

Y no lo hizo una vez, lo hizo siete. Y trasformó los juegos de Montreal en los de Comaneci. “She’s perfect” proclamaba Newsweek. Y el mundo asentía.

El impacto de la proeza tuvo efectos inmediatos. La niña de catorce años con coletas adornadas por lazos rojos había destronado a veinteañeras a las que había transformado instantáneamente en jubiladas. Olga Korbut casi tenía que pedir perdón por seguir compitiendo en un deporte que parecía diseñado para cuerpos ingrávidos como el de Nadia.

El mundo enloqueció. Nadia era el nombre de moda, las madres peinaban a sus hijas con las icónicas coletas de Comaneci y las matriculaban en los gimnasios del barrio. Los lazos rojos y los maillots blancos se convertían en el fetiche más deseado. Y a un humilde gimnasio rumano llegaban miles de cartas desde todo los lugares del con una sencilla indicación en el sobre: Señorita Nadia Comaneci, gimasta. Rumanía.

Era imposible no sentir predilección instantánea por las atletas del este. Imaginar interminables de horas de entrenamientos en gimnasios inmensos y desangelados como los teatros de Detroit. Potros deshilachados, tapices comidos por la humedad, paralelas forradas de sangre y magnesio y ventanas desconchadas por las que nunca entra el frío sol del invierno. Y en medio de ese ambiente desolado un ejército de niñas de 30 kilos que buscan un pasaporte a la fama rubricado a golpe de mortales carpados.

Tras las olimpiadas, Rumanía, con los Ceaucescu a la cabeza, la recibió como a una heroína, se diseñaron tarjetas postales con su rostro, fue proclamada «héroe del trabajo socialista» y agasajada con un coche, una casa y una asignación mensual de 500 dólares.

Pero el tiempo es un enemigo más indomable que las asimétricas y el cuerpo de Nadia empezaba a sufrir trasformaciones obvias. Gana peso, crece, su cara pierde la candidez de la infancia y sus rasgos se endurecen. La historia de amor se termina. Los periódicos titulan “Adiós a la magia”. En Moscú 80 gana un oro y una plata y sufre el despreció de las juezas soviéticas que no perdonan su victoria en Montreal. En 1981 la leyenda se retira.

En su país sigue siendo un símbolo, pero en 1989 se fuga a Hungría y solicita asilo en la embajada americana. En Estados Unidos es recibida de manera fría, parecen decepcionarles que la niña se haya convertido en una mujer adulta. Sus declaraciones, en un inglés precario, se sobreanalizan y algunos medios insinúan que bebe demasiado. Se traslada a Montreal, su teatro de los sueños, durante un año y finalmente se instala en Oklahoma, con Bart Conner, el hombre al que había conocido el primer día que fue perfecta.

Béla Károlyy, el hombre tras el mito

Es imposible hablar de Nadia sin mencionar a Béla Károlyi. Su tosca figura de lanzador de martillo es tan esencial en la transformación de Comaneci en mito como sus minúsculas articulaciones gomosas. Él fue su entrenador, su padre, su mentor, el nutricionista que cada día pesaba los escasos gramos que ingería y el enfermero que le suministraba líquidos para que sus músculos se oxigenasen. Él la descubrió a los seis años y la modeló hasta convertirla en la mejor de la historia. Y él coregrafió todos esos gestos encantadores que el público tomaba como propios de Nadia y marcaban la diferencia con las rivales. Károlyy inventó a Nadia y cambió el destino de la la gimnasia rumana.

Y veinte años después volvió a hacerlo. Junto a su inseparable esposa Marta transformó la imberbe gimnasia americana, territorio de cheerleaders de aire comprimido que se propulsaban por los tapices con la misma energía y falta de gracia que un flubber, en una máquina de generar preseas de oro.

Cómo olvidar a un sobreexcitado Béla obligando a Kerry Strug a volver a saltar tras lesionarse el tobillo en el penúltimo salto de las olimpiadas de Atlanta. Por unos momentos tenemos la certeza de que cuando mira a Kerry a la que ve es a Nadia, la que era capaz de todo. Bela trabaja tanto para sus gimnastas como para el público, verdadero mercurio de los pabellones deportivos. Sabe que los aplausos de los espectadores pueden arañar esas décimas que hacen pasar un ejercicio de inolvidable a perfecto. En un deporte que cimenta su esencia en destrozar los límites físicos de sus participantes la tenacidad de una adolescente que se lanza a una carrera a ocho metros por segundo con los ligamentos rotos para llevar a su país a conquistar su primera medalla de oro vale tanto como un Yurchenko carpado.

Cuando la rodilla de Kerry se contrajo involuntariamente por el dolor menos de una décima de segundo después de tocar la colchoneta todos los rusos del pabellón sabían que su oro se había esfumado. Károlyi bramaba, braceaba, enardecía al 99% de los americanos que abarrotaban el Georgia Dome. Rocky había noqueado a Ivan Drago. Béla la levanta en brazos. De nuevo ha propiciado la imagen imborrable de los juegos. Dos décadas después, ahora sin Nadia, había dado la puntilla a sus rivales directas. La gimnasia espectáculo había triunfado sobre el arte silencioso de las ex soviéticas. Las Comanecis habían desbancado a las Turíscheva, Boguínskaya y Khorkinas, las niñas de caras lavadas, sonrisas melladas y torsos planos habían puesto la última punta en el ataúd de las mujeres gimnastas. Lo que vino después, las minúsculas chinas de 29 kilos y documentos de identidad falsificados sólo fue una broma macabra. La enésima adulteración china de algo bello.

45 años después no queda nada de aquellos días de gloria. El país de las Comaneci, Szabo, Silivaș, Amânar o Ponor ni siquiera se clasificó para los últimos juegos olímpicos tras participar ininterrumpidamente desde 1968 y el juicio contra el infame Larry Nassar desveló que los Károlyi conocía los abusos sistemáticos a los que eran sometidas las atletas norteamericanas.Las imágenes del antaño glorioso Rancho Károlyi cerrado y abandonadon dieron carpetazo a una época. Un triste homenaje al hito que cambió para siempre la historia de la gimnasia.