¡Camote el viejo!

El viejo se despertó temprano y pensó en ella preguntándose dónde estaba, pero sospechando que estaba lejos.

Miró a través de la ventana y recordó  otros tiempos.

Entonces se vio muy joven.



Y a su mente vinieron otros veintiuno de septiembre muy lejanos.

Y claro.

Ella no podía faltar a la cita en su recuerdo.

Entonces la evocó…

Recordó la tarde que ella con voz trémula le dijo:

– Tenés que hablar con mi padre, si no ya no podremos vernos.

Era otra época.

Un tiempo donde el respeto era la base de todo, una época donde los cortejos solo llegaban hasta la esquina y para llegar a la casa era con permiso.

– ¿Qué querés con mi hija?

-era la pregunta, parte del ritual.

– ¿Dónde vivís, quiénes son tus padres?

– ¿Trabajás, estudias, qué hacés?

Y claro…

Si el padre aprobaba, la podía visitar a cierta hora y en la sala, como a toda señorita decente y entonces…

El viejo recordaba mirando por la ventana.

Y mirando su vida de retro, recordó la adrenalina que provocaba besarla, descuidando a sus padres que veían la telenovela en la tele a solo tres metros…

Por supuesto.

El viejo evocó un medio día radiante y bajo un sol agobiante de primavera. Ese medio día cuando le invitó un picolé comprado con la plata que se guardó del recreo.

Y bueno…

Cada día era igual.

Con sol y lluvia él la esperaba a la salida del colegio y la emoción era la misma.

No importaba si la acompañaba tres kilómetros o esos cien metros maravillosos de la primera vez.

El medio día que no tuvo el valor de decirle cuanto le gustaba y acabaron en la esquina de la loca, mirándose a los ojos sin hablar mucho y solamente sintiendo el nerviosismo de ella, sí,  ella que miraba a su casa temerosa, temblando del pavor de que salga su padre y la vea.

Ese medio día.

Él intenso y ella bajando la mirada, para observar nerviosa la punta de sus zapatos.

El viejo sintió nostalgia.

Ella no estaba y él estaba muy solo.

Era septiembre.

Era veintiuno.

Sí, era veintiuno, el Día de los Enamorados y ya la extrañaba.

Su ausencia le dolía.

Pero entonces se abrió la puerta.

Y el viejo la vio entrar bonita, como aquel medio día lejano.

– ¿Por qué tardaste tanto?

-dijo el viejo temblando de amor.

– Amor, solo fui a la venta.

-respondió ella, tan vieja como él.

– Ah, bueno.

– Lo bueno es que estás aquí…

-dijo el viejo sonriendo.

– Si mi amor, aquí estoy.

-dijo ella, poniendo la bolsa con leche sobre la mesa.

…Era de mañanita, era veintiuno de septiembre, era el Día de los Enamorados y un bonito día comenzaba…

 

Fuente: El Escribidor