El amante de las aves y las flores

Hace muchos años, tantos que ya no recuerdo, escribí una nota sobre mi tío Noel Kempff Mercado, que, creo, tenía este mismo título. Es que ese era él. Amó muchas cosas el profesor sacrificado en las alturas de la meseta de Caprarús (o Huanchaca), porque un amante de la naturaleza como él, adoraba los bosques, las lluvias benéficas, las abejas, el canto de los pájaros y el aullido de los monos, los ríos, los curichis con lagartos y ranas y amó las cataratas claras que caían de un farallón olvidado y lejano, que lo convocaría con su encanto, donde llegaría el final de su vida. Pero, además, amaba a la humanidad y no es porque su ausencia nos provoque enaltecerlo; su sentido social, su socialismo romántico, hacía que, sobre todo, se preocupara por la gente humilde, que ayudara al bienestar de su comunidad, sin aspavientos de ninguna clase, más bien con modestia, huidizo de los homenajes.

A él le debemos una buena parte de la Santa Cruz de la Sierra multicolor que dan las flores de los tajibos durante el año entero en el primer anillo y otros lugares. Y también el trazado de los parques que todavía resisten el maltrato de los inescrupulosos que los ensucian y de aquellos comerciantes que lo arrasan todo con desfachatez, como algo sin dueño, instalando carpas y kioscos, ignorando que eso se hizo para admirar la belleza natural cruceña y no para deplorar las consecuencias de una suciedad que enferma.



A su pueblo natal le dedicó mucho, pero, además, a la extensa llanura del Grigotá y los lomeríos de Chiquitos y más allá, por donde están los grandes ríos. Experto y estudioso en fauna y flora tropical, autor de varios libros, no dudó en aportar con sus experiencias a las ciudades del occidente, de las alturas, con otro clima y geografía, donde fue tan apreciado. Él era un camba que amaba a su país y que por eso se hacía querer por todos. Ciertamente, eran otros tiempos, anteriores a los de hoy, cuando nos encaminábamos a un encuentro fraterno entre los bolivianos. La Bolivia de hace 35 años llamaba al optimismo, al deseo de trabajar por el país, pero también fue cuando se descubrió que en la patria se habían instalado oscuros y sinuosos grupos mafiosos, los narcotraficantes que ahora vuelven a campearse nuevamente en los altos estamentos del poder.

El 5 de septiembre de 1996, se apagó la vida del profesor Noel Kempff, dejando aturdidos a su esposa Edicita, a sus cinco hijos, y también a la población. Balas de los narcotraficantes lo derribaron a él y a dos personas más, el piloto Juan Cochamanidis y su ayudante de muchos años, Franklin Parada, con quienes acababa de aterrizar en una pista aparentemente abandonada. Nadie podía sospechar que en tan remota y escarpada región ya estaban instalados los asesinos. Solo uno de los expedicionarios logró salvarse; el español Vicente Castelló, que vivió milagrosamente para poder contar la historia del drama. Yo fui uno de los que lo oyó de propia voz, minutos después de su rescate. Pero otros, como mi hermano Julio, como los capitanes aviadores Mario Mercado y Mario Añez, además de Carlos Vaca Díez y Marcelo del Río, fueron parte del rescate de los restos. Mi hermano Julio identificó su cadáver que había sido quemado, como fue incendiada la avioneta que transportó a los científicos. Los mafiosos, como siempre, querían borrar todo vestigio de su crimen.

A 35 años de su sacrificio recordamos a este hombre bueno, optimista, filántropo del trabajo (la filantropía se da de diversas formas), amante de la naturaleza, creador del zoológico y del jardín botánico de nuestra ciudad, pero que partió temprano, porque al buscar el encanto de la vida se encontró con la muerte, con la repugnancia de los hombres monstruos dispuestos a matar para hacer fortuna. El destino lo llevó, por lo menos, a desenmascarar a esta subespecie humana, que, entonces como hoy, trataban de extender su vil negocio por todos los rincones del país.