El día que cruzamos el límite y jugamos a Dios

imageGabriela Ichaso – Idearia

Lo que pasó no fue un terremoto, ni un volcán en erupción, ni un maremoto, ni siquiera una crecida del río: se derrumbó -como cae un candado- un edificio de 10 pisos, enterró a 20 personas y tuvimos que pedir socorro a los que saben fuera del país, porque en la locomotora de Bolivia hay mucha plata para invertir en construcciones y para joda, pero ningún equipo profesionalmente capacitado, apoyado, equipado y entrenado para tamaña tragedia en una ciudad de 2 millones de habitantes.

No nos azotó el cambio climático ni nos devastó un fenómeno natural: sin embargo, este 29 de enero de 2011, atrapados entre la improvisación, la negligencia, la soberbia y la ambición, cruzamos el límite y jugamos a Dios declarando muertos a seres humanos que ingresaron vivos a un edificio en construcción y no los vimos salir de entre sus ruinas.



¿Qué nos van a decir? ¿Hicimos lo que pudimos? ¿No pasa todos los días, fue una desgracia? ¿No sabía nada?

Irresponsables y corruptos por creernos muy astutos saltando normas para beneficio propio y cómplices de quien se presta a hacerse de la vista gorda a cambio de favores, somos casi todos; responsables de lo que algunos pronto calificaron como “lo que se venía venir”: pocos y tienen nombre y cargo.

No hay salvación inventando nuevas normas si es que no dejamos de enterrar dinero en bienes materiales e invertimos en hacernos funcionar como ciudad y ciudadanos, así como sancionar y destituir a connivientes en trámites y acciones cuyo incumplimiento de requisitos conlleva la vida de uno mismo y de los demás: desde las licencias de conducir a cualquiera, de funcionamiento de negocios sin emergencias ni sanitarios pasando por vehículos destrozados circulando con viñeta; obras sin carteles ni desvíos ni señas o abiertas a su uso sin concluir, manipulación de alimentos, espectáculos públicos, etc.

Es necesario honrar un compromiso: nunca más. Le pese a quien le pese.