De Fukuyama a Fukushima

Gabriel Chávez C.

BHBHgabrielchavezcasazola El principal miedo colectivo de los terrícolas de la generación de la Guerra Fría era la bomba atómica. Dan testimonio de ello innumerables libros, películas, canciones, productos culturales y documentos políticos. Aquel temor, incubado en Hiroshima y Nagasaki, recorrió la médula de los pudorosos años cincuenta, de los desgarbados y más tarde psicodélicos sesenta –con su crisis de los misiles entre Krushev y Kennedy-, de los conflictivos setenta, de los neoconservadores ochenta’ y al final de esa década comenzó a disiparse tras la caída del Muro de Berlín y del Telón de Acero.

Apenas unos cuantos nostálgicos, los últimos, realizaron su última marcha de protesta entre los últimos vapores de las últimas pruebas atómicas occidentales en el atolón de Mururoa, ya entrados los noventa.



Es que de alguna manera el fin del mundo bipolar, de ese mundo de teléfonos rojos y maletines negros que en cualquier momento podía estallar gracias a las ojivas de la OTAN y del Pacto de Varsovia, supuso (nos hizo suponer, engañosamente) que el peligro atómico había sido conjurado de forma definitiva. El fantasma del hongo pasó a ser, entonces, cosa del ayer o del anteayer, y Francis Fukuyama pudo darse el lujo de proclamar a los cuatro vientos el fin de la Historia.

Como me decía un amigo, ahora habría que mandar a Fukuyama a Fukushima; topónimo este último que quedará registrado como un memento de que los humanos nunca terminamos de asimilar las lecciones de nuestro pasado, pues tendemos invariablemente a repetir los errores propios y a no aprender de los ajenos. En este caso, por seguirnos permitiendo la manipulación de una poderosísima fuente de energía que puede muy fácilmente escapar de nuestras propias y limitadas capacidades de control, sea que la estemos empleando con fines utilitarios: para producir electricidad; con fines nobles: para diagnosticar y curar enfermedades; o con fines perversos: para aniquilar al otro; pues llegado el caso todos estos usos, con independencia de su calidad moral, pueden llegar a resultar casi igualmente riesgosos.

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Por otra parte, el hecho, bastante poco analizado en la prensa internacional, de que este accidente nuclear –si no el más grave, uno de los tres más graves de la historia y el primero de gran magnitud ocurrido en el mundo de la posguerra fría y en el siglo XXI- haya tenido lugar en el mismo país donde cayeron las primeras bombas atómicas hace casi 65 años, no deja de ser muy significativo.

Desde luego, el que una central nuclear quedara dañada y temporalmente fuera de control tras un evento natural de magnitud, en este caso un terremoto y un tsunami combinados, es algo que pudo haber ocurrido en cualquier otra parte de la Tierra, pero uno no puede menos que lamentar (y reflexionar acerca de ello) que haya sucedido precisamente en la misma nación que supo levantarse de sus cenizas en 1945, y que con toda dignidad y esfuerzo logró convertirse en la tercera economía del planeta y en el puntal de la innovación tecnológica mundial.

Pero este hecho, precisamente, es el que encierra la lección más valiosa que podríamos extraer del doloroso episodio de Fukushima: que toda la voluntad y toda la inventiva humana no alcanzan para controlar las fuerzas de la naturaleza; fuerzas cuya más profunda dimensión, causa y destino desconocemos, y que ni todos los grandes cerebros, ni todos los grandes iluminados, ni todos los grandes ordenadores han podido y acaso podrán jamás descifrar y domesticar.

Página Siete – La Paz