Mauricio Ortín*
Los españoles que colonizaron América fueron tan invasores como los incas, los aztecas, los chiriguanos o los araucanos que la colonizaron antes. Ninguna tribu, nación o cultura es, en sentido estricto, “originaria” de este continente. El hombre es originario del África. Todas, en algún momento llegaron, invadieron y lo poblaron.
La última gran oleada inmigratoria, que se inició hace unos quinientos años, provino principalmente, de Europa y África. Antes de esa fecha, los americanos no tenían conciencia de sí mismos como tales porque pertenecían a sociedades muy desiguales en cuanto a su complejidad, organización y desarrollo técnico. En los extremos estaban las tribus selváticas de cazadores y recolectores y las sociedades imperiales Incas y Aztecas.
La guerra permanente y el sometimiento del vencido constituían su realidad cotidiana. La multiplicidad de intereses, lenguas, y dioses impedían la convivencia pacífica y la idea de pertenencia a un tronco común. También, las distancias y los accidentes geográficos hacían lo suyo. Los aztecas no sabían de la existencia de los incas y de ningún pueblo al sur de la selva del Darién y a la inversa. Lo que hace posible hoy que un argentino apenas desembarcado en México o en Ecuador, inmediatamente se comunique, se sienta como en casa y se identifique con sus hermanos latinoamericanos es, fundamentalmente, lo que tiene de español y no lo de “originario”.
Fue España la que creó los lazos de unidad en América, inventándola. Lo hizo a través de la lengua, la religión, el sexo y, también, la espada. El afán “progre” de retro-ceder quinientos años como si nada hubiera pasado, más que vano es ridículo. Ridículo e injusto es también achacar a los españoles actuales la responsabilidad por lo que se ha dado en llamar, “el genocidio americano”. Primero, porque las cargas de ese tipo no se heredan; segundo, porque si así fuera no hay que buscarlos allí (en España) a los descendientes de los “genocidas” (no hace falta cruzar el Atlántico) y tercero, porque no hubo tal genocidio (si hubiese existido no estaríamos para negarlo).
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Hay que odiar a Colón. Uno más a quién cargarle los fracasos de la gestión siempre es bienvenido. El odio busca su objeto, incluso hasta en el pasado lejano. Clarín, La Nación; la Iglesia; La Corte Suprema; la derecha; los empresarios; los militares; los sojeros; Macri; Cobos; el monumento al Combate de Manchalá; el Virrey Toledo; las “corpo”. Hugo Chávez, hizo la punta cuando, por “genocida”, derribó al Cristóforo Colombo erigido en Venezuela. Además, recomendó, con descaro e insolencia, que hagamos lo mismo con magnífico monumento al descubridor de América que mira al Río de La Plata desde Buenos Aires. Cristina Kirchner, cumplió con lo demandado (el comandante Chávez, desde el “otro mundo, asiente) Con el fin de justificar tal acción, a la presidente no se le ocurrió mejor cosa que enfrentar a Colón con la heroína Juana Azurduy de Padilla y asociarlo con el “secuestro” de Evo Morales en Europa.
"Cuando uno ve lo que le hacen a Evo, uno siente como si cinco ciclos no hubiesen pasado", bramó la jefa de Estado para su público de gobernadores, intendentes, diputados y demás profesionales en el arte de aplaudir y arrugar. La insidiosa versión de que la independencia americana fue una gesta de los indios contra los europeos es el contexto de semejante disparate. José de San Martín; Martín Guemes; Manuel Belgrano; Simón Bolívar; José Sucre y Juana Azurduy de Padilla eran españoles que se enfrentaron, políticamente, con el reino de España pero que jamás renegaron de su identidad cultural. No tomaron las armas para reponer el imperio azteca y sus instituciones. Si así hubiere sido, debieran haberse suicidado, volverse a Europa o, cuando menos, cambiarse los “cochinos” apellidos que denunciaban su “cochina” procedencia.
Lo mismo vale para los Fernández, Morales, Chávez, Correa, Maduro y tantos otros.
Nadie está contra la libertad y la gratuidad de una presidente de proferir disparates. Pero, una cosa es decirle “genocida” a Colón y otra es derribar su estatua. Así como la Casa Rosada no es su casa ni el monumento le pertenece, tampoco, Cristina es “originaria” y Colón y el indio que lo recibió son los primeros latinoamericanos.
*Profesor de filosofía. Columnista de El Tribuno de Salta