Zoé Valdés*
Me atrevo a usar el título de Hans Rüesch para describir una situación que ni los esquimales con sus iglús y su sentido tan amable y generoso de la familia, tal como se cuenta en la novela, donde al visitante le ofrecen a su esposa para que ría con ella. Reír o sonreír tiene el doble sentido, o el sentido sencillamente de hacer el amor. Pero esto no tiene que ver con risas, generosidades, ni amor, y mucho menos con ganas de hacerlo. Esto tiene que ver con las sombras, largas, pero del mal.
Resulta que los cubanos no sólo hemos heredado a un dictador hermano de otro, además ahí están sus hijos, en todas las esferas del poder y de la economía, reemplazándolos ya, ordenando y mandando, jugando al capitalismo puro y duro, y tal pareciera que hasta esto tendremos que tolerarlo por siempre. Que los hijos de los dictadores y de los esbirros se cojan el país y lo administren siempre a favor de sus bolsillos no es nada extraño, lo extraño es que en cada estrato de la sociedad se reproduzca el fenómeno.
No se trata entonces de un mal engendrado por la tiranía únicamente, no; es un grave problema que nos viene de lejos. En Cuba ser hijo de alguien poderoso implica nacer con una ventaja asumida, con una especie de sombra protectora, engrandecida, vasta e inagotable que impedirá que cualquier percance pueda sucederle, y lo que es mejor para ellos y peor para el resto, la gran mayoría, es que el hecho de ser hijo de abre puertas, las más inextricables, perseculum perseculorum, y entrega licencias de todo tipo. Si usted es un hidalgo (hijo de alguien) del castrismo podrá no sólo heredar el poder y los negocios de sus progenitores, además podrá instalarse en otro país, viajar cada vez que lo desee, abrir negocios dentro y fuera de Cuba, y vivir una vida de millonario, lo que no puede hacer ningún otro cubano desprovisto de parentela ubicada en la torre dorada del poder.
Del mismo modo ha ocurrido en el exilio, de modo que cuando usted descubre un apellido notorio de alguien que ha sido situado sin ninguna dificultad en un periódico, en una radio, en la televisión, o simplemente que ha hecho fortuna de la noche a la mañana, sólo tendrá que averiguar por el origen del apellido y se percatará que donde no hay inteligencia, donde no hay talento, sobra esa cuota de lazo sanguíneo requerido; lo que en la Cuba de antes se denominó botella, influencia, palanca, y por ahí para allá los epítetos son innumerables.
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De modo que a la hija de fulano le dan una columna en tal periódico sólo por ser la hija de fulano, al hijo del bandido castrista criminal le obsequian no más llegar con un programa radial en Radio Martí, la hija de un narcotraficante es elevada al pedestal de la gloria sólo por haber pertenecido ayer al castrismo y hoy por lo mismo, pero por haberse apartado, o sea por aparentar estar en contra del castrismo, y eso sólo cuando le pisaron el callo. Otro hijo de historiador lamebotas abre agencia de viaje y negocio de venta de antigüedades en Barcelona; los hijos y nietos de los tiranos estudian en las mejores escuelas y universidades de Italia, de Sevilla, y se pasean veraniegamente por las calles europeas y norteamericanas. Son “los vástagos de”, ya lo dije, y la sombra de sus padres son lo suficientemente desmesuradas para que les den cobijo y todavía prodiguen a unas cuantas generaciones más tras ellos.
Mientras tanto, los cubanos de a pie, los que no tienen a ningún familiar en el poder, siguen machacándose la vida, observando y tolerando cómo las sucesiones dinásticas en cualquier ámbito de la sociedad sólo privilegian a los nacidos con una marca provechosa y proveedora de nacimiento. Tampoco estos cubanos de a pie se inquietan demasiado, es un mal asumido desde hace siglos, no es un mal solamente de la tiranía totalitaria. Es un defecto del cubano, que necesitará inevitablemente de una familia, en el sentido mafioso del término, que le arrebate lo que le pertenece para regalárselo a un energúmeno hijito de papá.
*Escritora cubana
Libertad Digital – España