¿Cómo es la cárcel de Palmasola? Relato de un amigo que estuvo preso

Humberto Vacaflor

PALMA Se ha cerrado la puerta detrás del nuevo preso. Los policías quedaron del otro lado. Y también las leyes del país. Un robusto personaje de unos 50 años es el encargado de repetir las normas que rigen en el internado. Es el preso que hace de jefe del comité de admisión. Tiene un séquito que está atento, asintiendo todo lo que él dice.

Es severo y parco como el comandante de un campo de prisioneros de guerra. Se nota que ha repetido muchas veces las palabras: “Aquí no se perdona a los mentirosos ni a los ladrones ni a los soplones”. Es la regla de oro. El robo y la mentira están proscritos dentro de estas paredes.



El jefe vuelve a hablar, mirando con cierto desprecio al recién llegado. Dice que no le importa lo que ocurrió fuera de esas paredes. No hace ninguna pregunta. Sólo quiere dejar en claro las leyes internas, que él se ocupa de que se cumplan. El mensaje parece decir: si has violado leyes que rigen fuera de estas paredes, es un problema tuyo y de quienes aplican esas leyes, pero aquí, en este lugar, nos vamos a ocupar de que no violes nuestras leyes.

Sala de ambientación

Vuelve a hablar: “Vas a entrar ahora a un lugar de ambientación.” Es la sala de espera para que el comité de administración, que es diferente del comité de admisión, asigne el lugar donde permanecerá el preso. Uno de sus secretarios es el encargado de ocuparse de un detalle. Una rutina sin mucha importancia.

El preso ha sido despojado de su teléfono celular por los policías que habitan la realidad exterior. El secretario dice que dentro del recinto no está permitido usar celulares. “Si querés tener uno, nos lo tenés que pedir a nosotros. El precio lo ponemos nosotros. No podés elegir el número”.

Camino del lugar de ambientación, el jefe ordena al secretario que haga una demostración del régimen de castigos que se aplica a los que no cumplen las leyes de buen comportamiento. Un joven que la noche anterior se había drogado y había tratado de robar algo es usado para esta demostración con propósitos didácticos.

Tres de los secretarios se ocupan de dar una paliza al joven. Para ello usan unas paletas del tamaño de bates, pero aplanadas, con las que golpean al desgraciado hasta dejarlo paralizado de dolor y bañado en sangre y lágrimas.

Pasada la exhibición, el nuevo preso debe entrar a la sala de ambientación más grande, un cuarto de 3 por 5 metros donde, con él, hay un total de 20 personas. La otra opción era un cuarto mucho más pequeño, pero con igual cantidad de gente. La puerta es cerrada con candado por fuera y el nuevo busca un espacio para estar de pie, o sentarse, si es posible.

No hay mucho más que hacer en el lugar que mirar a los otros, comprobar que, como temía, no hay un baño ni nada que lo sustituya.

Y alguna conversación. Allí nadie miente. Nadie dice, salvo los muy torpes, que es inocente. Todos se miran con ojos de desconfiada temeridad.

Varios dicen que están allí porque andan debiendo una vida. O más de una. Así surge una especie de respeto mutuo. O de temor mutuo. Que todos los que dicen haber matado a alguien lo hayan hecho, es algo que no se podría averiguar, pero el dato sirve para tener cuidado.

Alguno que otro dormita pero sus instantes de sueño son cortados por suspiros nerviosos.

Uno de los guardias de este sistema de presos que manejan a otros presos se ha acercado a la puerta y la ha entreabierto. Nuestro amigo se le acerca. Le pide que le permita hacer una llamada telefónica. El guardia se le ríe. Y comenta a los gritos: “Este cree que está en una película y que puede pedir el derecho a hacer una llamada”.

Y en voz baja le dice a nuestro preso:

“Un timbrazo, diez pesos”. El precio es aceptado. El guardia toma su celular y marca el número. Luego hace que el preso escuche y corta.

—“Son diez pesos.”

—“Pero no pude hablar.

—“Los diez pesos”.

—“¿Qué hago ahora?”

—“Si devuelven la llamada, te comunico”.

Han pasado varias horas. Nuestro amigo tiene problemas estomacales pero no quiere ni siquiera respirar porque no se imagina lo que le pasaría si quisiera liberar sus intestinos.

Comienza a aclarar. Otra vez el dueño del celular está cerca de la puerta.

Vuelve a insistir con el timbrazo. Esta vez devuelven la llamada. Ha conseguido que alguien le ayude a salir. Al fin y al cabo, había sido detenido sólo porque alguien pagó al juez del régimen externo.

La familia ha tenido que aumentar los ingresos del juez. Y de algún fiscal. Y de algún policía. Todo está resuelto. Llega la orden para la liberación.

El problema es que la llave del cuarto de aclimatación la tiene el dueño del celular de los timbrazos caros.

Pero a las 9:00 de la mañana había comenzado su día libre. Estaba de franco. Este preso no estaba en la cárcel. Estaba con su familia. Y no había manera de abrir el candado.

12 horas después, cuando ha concluido el franco del dueño de la llave, nuestro amigo sale de la cárcel.

Ha vuelto a la normalidad. Tiene la sensación de que las cárceles forman parte de otras áreas del territorio nacional donde las leyes del país no se aplican. Y se queda dudando: “¿Dónde se está más seguro? ¿En el territorio donde rigen las leyes del Estado Plurinacional o en aquellos donde la soberanía nacional está en receso? Ha hablado con un cocalero del Chapare que entró en el negocio del traslado de la droga al exterior. Lo contará otro día.

Detalles de una tragedia: el Día Negro en la cárcel

El 23 de agosto, a las 6:00 de la mañana, los reos del pabellón B atacaron a los del pabellón A del sector de máxima seguridad, llamado Chonchocorito.

La crueldad empleada

Los reos fueron atacados con armas blancas: a machetazos y con cuchillos, también hubo disparos dentro del penal.

El incendio

Para completar la agresión, los atacantes utilizaron garrafas de gas licuado de petróleo como lanzallamas y quemaron el pabellón A, con sus habitantes en el interior.

Pelea de poder, sin control

Fue una pelea por poder y por el dinero que ingresa al penal. Cuando se produjo, no había policías en los pabellones.

El Deber/Séptimo Día