La fama de Borges

BORGAndrés AmorósSi la recepción de una obra literaria completa su significado –como afirma cualquier sociólogo de la literatura-, el brusco cambio en la fama de Borges es uno de los casos más curioso que yo conozco.Durante años, la estimación de su obra parecía limitada a un sector minoritario de lectores. Ante todo, por razones intrínsecas: su complejidad intelectual, la riqueza de alusiones, los guiños irónicos. En su pórtico, podría haber colocado un lema de clásica ascendencia: «Nadie entre aquí si no sabe mitología, historia antigua y cien saberes recónditos más». Es decir, lo apropiado para el deleite de los «happy few» y para ahuyentar al banal consumidor de baratos «best-sellers».A eso se unían otros factores externos. Ante todo, a la vacilante actitud de Borges ante las dictaduras hispanoamericanas, algo especialmente difícil de aceptar por muchos jóvenes escritores hispanoamericanos que, en aquellos años, sentían simpatía por el castrismo – de Fidel, no de don Américo –, según la broma usual de entonces.Añadamos a esto el gusto permanente de Borges por «épater le bourgeois», pisar callos y escandalizar a los bienpensantes. Cuando venía a España, cualquier entrevista periodística le daba ocasión para soltar sus habituales «boutades».Si le preguntaban por su escritor español favorito, recurría a sus recuerdos de joven vanguardista para elegir a Cansinos Asséns (del que, probablemente, el aguerrido entrevistador no conocía ni el nombre).El más malicioso inquiría su opinión por Antonio Machado y la respuesta de Borges era la esperada: «¡Ah, no sabía que Manuel tuviera un hermano!». El último peldaño de la irritación lo promovía Borges cuando le preguntaban su opinión del «Quijote». Exagerando su pose de «british», respondía: «Gana mucho, traducido al inglés».El efecto era seguro: se desgarraban muchas vestiduras y no faltaba, en algún diario, la indignada respuesta de un defensor de la tradición nacional frente a este argentino, disfrazado de inglés. Una vez más, la provocación de Borges había logrado el efecto que pretendía.Como estrambote, en los mentideros literarios se contaba que, una vez, viajó Borges a Sevilla y le llevaron a la terraza del Hotel Doña María, justo enfrente de la Giralda, donde le esperaba un viejo compañero de travesuras vanguardistas:-¿No lo recuerda? Es Gerardo Diego.Con implacable malicia, respondió Borges:-¿Gerardo o Diego? ¿Cuál de los dos?Así era Borges, así había que tomarlo…, o dejarlo. Daba más motivos, desde luego, para la admiración que para el afecto. Durante muchos años, tuvo seguidores fieles…, pero no muchos. Recuerdo yo que, a comienzos de los 60, don Rafael Lapesa, mi maestro, me rogó que intentara empujar a los estudiantes de la Facultad de Letras de la Complutense para que fueran a escuchar a Borges: venía a dar una conferencia al Instituto de Cultura Hispánica y se temía que la sala estuviera medio vacía. Hice lo que pude para convencer a aquellos filólogos en ciernes, que no tenían ni idea de quién era Borges ni de cómo escribía.La conferencia fue fascinante. Hablaba Borges con tono pacifico, casi monótono; obviamente, sin papel alguno delante: ni lo podía ver ni lo necesitaba. Relacionaba obras literarias de distintas épocas y culturas; citaba de memoria, sin ningún esfuerzo, textos en español, francés, inglés, italiano, alemán…, y en alguna ignota lengua nórdica: un espectáculo fascinante.Poco después, la fama de Borges dio un vuelco total. ¿Por qué? Lo ignoro. La nueva corriente nos llegó – como tantas otras – de los Estados Unidos. Me contó la anécdota Paco Ayala. Le había invitado a dar una conferencia, en su universidad norteamericana, y prepararon una sala pequeña; en pocos minutos, resultó insuficiente. Se trasladaron todos a un aula de tipo medio y también se llenó. Tuvieron que irse al aula magna, la más grande, atiborrada de entusiastas jovencillos…¿Qué habían descubierto en la obra del escritor argentino? Nada menos – supongo – que la fantasía, el juego irónico, la complejidad intelectual, la cultura; es decir, lo que siempre había sido el terreno de Borges y que ahora, por primera vez, suscitaba tal entusiasmo, como clara superación del chato costumbrismo. Lo reconocieran o no, de esa fuente bebieron todos los componentes del llamado «boom».Borges había dejado de ser un escritor para exquisitos y, a partir de entonces, recorrió el mundo con el reconocimiento masivo que, sin duda alguna, merecía. Así funcionan las cosas, tantas veces, en la sociedad literaria. Supongo que, a él, no le molestó el éxito pero sí debió de contemplarlo con cierta distancia irónica…Libertad Digital – Madrid