Agustín Echalar Ascarrunz
Hace algo más de tres años, mis mejores amigos me pidieron que apadrinara a su hijo que estaba por nacer. Fue un gran gesto y éste me conmovió hasta el tuétano. El parentesco espiritual tiene grandes implicaciones y responsabilidades, y me permitía tener voz en la formación de ese niño, e impuse una condición: El ahijado debía aprender a caminar «pata pila».
Siempre he pensado que los paceños, por urbanos y por culpa del frío, y posiblemente también porque antes en las casas los pisos de madera eran astillosos, habíamos perdido la capacidad de caminar descalzos, y de alguna manera éramos unos tullidos. Tengo que decir que siempre he sentido un poco de envidia por quienes pueden caminar sin zapatos; y si yo podía influir en algo en la educación de un niño, no teniendo hijos, ese, más que un aporte de lecturas, debería ser el que yo regalaría a mi ahijado.
Es por eso que la forma irónica y despreciativa con que se refirió una mujer, que vivió su infancia en el barrio más exclusivo de La Paz y que fue a uno de los cuatro mejores colegios de La Paz, respecto a quienes no usaban zapatos en la infancia, me ha parecido aparte de chocante, clasista y racista, absurda.
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Yo venía de un mundo donde el teñido del cabello en las mujeres, y peor en los hombres, era casi un tabú, ni siquiera para ocultar las canas, pero gracias a Almodovar, y su genial película Todo sobre mi madre recibí una gran lección. Agrado, la inefable transexual, improvisa un monólogo en el que explica sus cambios y termina diciendo que ella es una mujer auténtica, porque no hay nadie más auténtico que quien se atreve a ser lo que quisiera ser. Desde entonces veo a la gente desde otra perspectiva. Respeto a quien se cambia de sexo, a quien trata de cambiar su modo de vida, de una u otra forma, y respeto también, obviamente, a cualquier persona que no habiendo nacido rubia, quiera serlo.
De ahí que una mujer lesbiana, que se inventa y reinventa constantemente, que pretende ser libre, y que supuestamente conoce y defiende el mundo de quienes inclusive cambian de sexo, me parece que pierde toda coherencia al criticar a una morena que quiere ser rubia. So what!, se le puede decir en el idioma de Barbie y de la Coca-Cola. Es una tremenda falta de respeto al otro el ocuparse de su apariencia, peor en una columna de un periódico serio.
Siempre he sospechado que hay sectores del feminismo que son profundamente pacatos; pensé que el personaje que nos ocupa, sabemos de quien hablamos, ¿verdad?, no lo era; ella se autoproclamó muchas veces puta, pero hacer escarnio de una persona a partir de ese apelativo, y luego cuestionar su vida íntima, la coloca en el extremo más triste de ese espectro.
El problema con la columna de marras es que pone en duda buena parte de la labor del colectivo feminista comandado por su autora. Nadie puede negar los aspectos positivos de algunas de sus acciones, pero de lo que sí podemos estar seguros es de que se trata de un espacio donde la irracionalidad manda. Lo que asusta es que ellas tienen poder y lo pueden usar también irracionalmente, ya lo han hecho.
Como de todo se puede aprender, este evento de opinión de estos aciagos días nos deja un par de lecciones: la primera es que no hay que tomar muy en serio a quienes presentan sus argumentos con demasiada estridencia; la segunda es que hay formas de machismo que pueden ser utilizadas hasta por quienes lo denuncian.
Así como hay personas que sin ser racistas tienen discursos racistas, hay personas que sin ser machistas tienen discursos machistas y eso, obviamente, hay que combatir.
Hay algo más y tiene que ver con la libertad de expresión: aunque éste es un bien mayor y no creo bajo ninguna circunstancia que deba haber una censura, dudo que una columna del estilo del que nos ocupamos merezca tener espacio en un periódico serio.
Agustín Echalar Ascarrunz es operador de turismo