Gran parte de las señales que recibimos del Gobierno de transición nos hace pensar que estamos frente a un aparato que reproduce los males antidemocráticos acumulados en la práctica política de nuestra historia, y que continúan invariablemente vigentes.
Detrás de esas prácticas está la idea de que “el orden soy yo”, que surge de la intención de controlar la desproporción política y económica entre grupos sociales y corregirlas, supuestamente, para el bien de todos.
El propósito responde, pues, a un canon de distinción entre quienes representan el orden (equilibrio) o los que representan el desorden (desequilibrio). Al hacerlo, proliferan formas de nombrar al otro, al amparo de los modelos de interpretación cultural hegemónicos. Hasta hace poco, bajo la noción de “revolución”, después, bajo la noción de “democracia”.
En el “orden revolucionario”, la idea del bien de todos proviene de una elaboración teleológica respecto al pueblo elegido y su representación política, donde radicaría el bien. En el “orden democrático”, la idea del bien de todos recogería prácticas de igualdad ciudadana y la vigencia de los derechos en todo su espectro, lo que quiere decir, reglas del juego aceptadas y practicadas por todos.
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Ahora bien, si el orden revolucionario es explícitamente antidemocrático, en países como el nuestro el orden democrático también puede serlo. En ambos casos se explica por la ausencia o debilidad de instituciones y reglas democráticas, como es el caso del “Gobierno de transición”. En esa ruta, lo que se impone es la idea de “el orden soy yo”.
La justicia adquiere, así, un cariz autoritario basado en las creencias de quien juzga y no en lo que dice la norma… o los principios éticos de los que la sociedad boliviana y, sobre todo, su sistema político se han desentendido. Entre estos principios está el reconocimiento de la humanidad del otro, como punto de partida de cualquier otra consideración y que tiende peligrosamente a desaparecer en el mundo actual.
Bueno será recordar, entonces, que la modernidad es sinónimo, en buena parte, de estructuras de disciplinamiento, abundantemente estudiadas por Foucault. La escuela, el sistema carcelario, los centros psiquiátricos, la regulación de la vida sexual, etc. son mecanismos que intentan “poner orden” sobre cuerpos que escapan al proyecto de maximización productiva del capitalismo.
Estos sistemas disciplinarios están al servicio, pues, de una racionalidad, la hegemónica y, en países sin cultura democrática, su referencia es uno mismo, cuando se es el más fuerte. En la estructura colonial andina, el estar abajo (o más abajo) siempre trae a cuenta la cercanía con lo indio, como expresión de la “irracionalidad”. En la estructura patriarcal, este lugar lo ocupan las mujeres y en la estructura de clases, los pobres.
Es sobre la base de esas jerarquías que se ejerce la tutela del “orden”, principio de diferenciación a partir del cual se despoja al otro de facetas de su identidad que no concuerdan con las que porta el poder. Quizá por eso somos una sociedad autoritaria, porque cada individuo se asume como sujeto disciplinario, instalado, además, en estructuras de desigualdad y desconocimiento del valor del otro. Su efecto es el abuso de poder, a veces a nombre de la “revolución”, y otras de la “democracia”.
Está visto, pues, que ordenar a una sociedad siempre lleva el sello implícito de una interpretación. La propia sociedad moderna se erigió poniendo en entredicho el “desorden” de la naturaleza y, a objeto de “poner orden”, desarrolló modos de intervenirla, lo que en un momento tenía que ver con preservar a la humanidad del riesgo, pero, después, con ponerla al servicio del desarrollo capitalista, como “ordenador” de la economía moderna. En esa ruta, el mundo está frente a un hecho catastrófico: el capitalismo, por sus excesos, ha terminado “desordenando” a la naturaleza y he aquí la crisis ambiental.
Tremenda lección que nos llama a pensar en el “orden” como imperfección, si no hay genuina contención y autocontención democrática de por medio y si no dejamos de pensarnos como sujetos disciplinarios de los otros, en función de nuestras creencias y excluyendo las de ellos. O, peor aún, como si su humanidad no valiera lo que vale la nuestra.
La autora es socióloga y docente en la UMSA