Nueva ley electoral y elecciones generales

No cabe la menor duda de que Bolivia es un país curioso, singular y contradictorio. Hace 70 años los campesinos, por su carácter masivamente analfabeto, no tenían derecho a voto; hoy, sin haber aprendido mucho más, su voto vale hasta dos veces el del sufragante de la ciudad. ¿Pero qué ha pasado? ¿Por qué han desbaratado así la democracia? ¿Dónde quedó el voto igual, universal, directo, individual, secreto, libre y obligatorio, que señala la Constitución?

Sabíamos que existía una trampa favorable al MAS en la Ley de Régimen Electoral promulgada el 30 de junio del 2010, sancionada por la Asamblea Legislativa masista, aunque los opositores de entonces no hicieron sino reclamar tibiamente por el engaño, sin la menor posibilidad de que al oficialismo se le moviera un pelo, por eso de sus imbatibles dos tercios. Y con esa ley los ciudadanos concurrimos a las últimas dos elecciones. Evo Morales obtuvo dos tercios el 2014 aprovechando muy bien ese malabarismo repartidor de las circunscripciones uninominales y de las especiales para diputados “indígena originario campesino”, donde el MAS se llevó a los siete candidatos posibles; pero los votantes nacionales, la OEA y la Unión Europea, le descubrieron un fraude monumental en los comicios del año pasado y Morales se fue al diablo, porque ni con su Ley fullera pudo ganar.

Si bien los políticos tienen que conocer perfectamente la Ley Electoral, ha sido el reconocido periodista Humberto Vacaflor, quien, en recientes declaraciones a El Deber de Santa Cruz, puso el dedo sobre la llaga, cuando afirmó, en síntesis, que un voto en la ciudad vale un tercio de un sufragio en el campo. Expresó que el 30% de la población elige al 50% de escaños en las zonas rurales. Y que en las ciudades el 70% de los bolivianos elige al otro 50%. Abreviando, el voto del campo vale más que el de las ciudades y eso es un disparate o una dádiva estúpida y demagógica que desvirtúa la igualdad del sufragio. Tanto Vacaflor, como Guido Añez y otros analistas, opinan que en Bolivia no existe ese voto igualitario de que habla la Carta Magna, porque el MAS, presionando al Órgano Electoral, logró arrancarle una ley canalla.



Entonces, esta cuarentena del Covid-19, que nos tiene encerrados y que nos obliga a meditar con cierta calma, producirá una acción patriótica si obliga a trabajar a los parlamentarios, que, aferrados a sus curules, siguen ganando buenas dietas sin hacer nada, cuando debieron irse a su casa el 22 de enero pasado. Fue un error haber permitido prolongar la legislatura porque no era comparable con la necesidad de que Jeanine Añez cubriera legalmente el vacío de poder entonces existente. Si se han quedado, entonces que no se dediquen a divertirse interpelando ministros a troche y moche ni buscarle tres pies al gato a la señora presidente, y que trabajen sobre una nueva ley que debería elaborar el Tribunal Supremo Electoral (TSE). Que se pongan sus escafandras y ocupen sus curules.

Los bolivianos ya no debiéramos ir a nuevas elecciones con la ley del 2010 vigente. Si para evitarlo, el gobierno que venga tiene que asumir a fines de año, no importa. Tampoco importa si es a comienzos del año próximo y tal vez sea mejor. Lo que interesa es que se acabe el artificio tramposo que le permita al MAS obtener mayoría en la Asamblea con solo el 25% de los votos. Eso, nunca más se debe aceptar.

Tanto mejor si el TSE, en el que confiamos porque nos fiamos de sus miembros, propone que las elecciones generales como las regionales (subnacionales) se lleven a cabo simultáneamente, como algo de plena lógica y de ahorro. Es un trabajo largo, arduo, estará sujeto a muchos debates, a reclamos también, pero estamos convencidos de que este yerro terrible se debe corregir para que volvamos a tener nueva esperanza en la democracia.

“Sufragio efectivo, no reelección”, la voz revolucionaria del patriota mexicano Francisco Madero, de hace más de un siglo, debiera ser algo para tomar como la norma a cumplir sin pretextos de hoy en adelante, para el bienestar de nosotros y para desterrar las ambiciones de perpetuidad a que son tan proclives todos los gobernantes.