Elegir a Barrabás

image Pronto cumpliremos otra vez el sagrado rito democrático en el altar de las urnas, y votaremos por algún candidato sin saber cómo diablos se convirtió repentinamente en un líder capaz de arreglar el desbarajuste que dejaron otros redentores. Menudearán sondeos destinados a fabricar un ganador atribuyéndole la mayoría de la aceptación popular y, aunque Jesús fuera candidato, el pueblo elegirá a Barrabás.



Por Waldo Peña Cazas en Los Tiempos

La gran masa decidirá el pleito —salvo fraude— sin que importen mucho los votos honestos e inteligentes. Decía Gabriel Tarde que "los hombres reunidos valen menos que los hombres en detalle", o sea que las multitudes son menos inteligentes y morales que la media de sus componentes. Pero hay una constante en la vida política nacional: el sistema está sujeto a los altibajos emocionales de mayorías incultas y veleidosas, de modo que muchos celebrarán el triunfo de su candidato y pronto pasarán del triunfalismo al desengaño.

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Tarde, cuando ya no hay remedio, la gente comprende que le han metido los dedos a la boca; pero no escarmienta y deja que se los vuelvan a meter, una y otra vez. El pueblo aclamó y endiosó a Siles Suazo, celebró el ascenso de Víctor Paz y de Hugo Banzer; para luego expulsarles con ignominia. Después, muchos se tragaron aquello de que "A mí no me culpen; yo voté por Goni", y golpeándose el pecho le eligieron, para luego rechiflarle y echarle a pedradas. ¿Correrá Evo la misma suerte?
Un elector puede ser honesto e inteligente; pero el electorado en su conjunto es siempre estúpido e inmoral. Las muchedumbres desorganizadas e indisciplinadas son más crueles, crédulas, inestables, inseguras y manipulables que sus miembros por separado: entre los colgadores de Villarroel, alguno habrá sido un criminal sádico; pero la multitud entera lo era.

El gran problema de la democracia es suponer que las mayorías eligen a los mejores; pero los elegidos son producto de la alucinación colectiva, de la hipertrofia del orgullo popular, de la excitación o de la depresión masiva, de los vicios nacionales, de un electorado envilecido por la pobreza, proclive al consumo político masivo, susceptible al halago y a la adulación. La democracia es una cuestión aritmética que sacraliza las torpezas y los vicios de las mayorías, ignorando la virtud y la inteligencia, que son siempre de minorías. A Bernard Shaw le escandalizaba que se valore igual el voto de un sabio y el de un idiota, el de un poeta y el de un mercachifle, el de un trabajador y el de un usurero.

Detrás de todo gobernante o parlamentario inepto y corrupto, hay un pueblo culpable de legitimarle con su voto torpe. La corrupción puede ser personal, como acto cometido por diversas motivaciones; pero en principio es colectiva, porque en todo acto corrupto e impune hay siempre una complicidad del medio, en mayor o en menor medida. El solo voto irresponsable nos convierte en cómplices directos o indirectos, mediatos o inmediatos, pues si supiéramos lo que queremos no nos impresionarían dudosas encuestas ni aceptaríamos "valores psicológicos" o fruslerías que inducen al consumo político, como los 500 mil empleos o el Bonosol. Si todos tuviéramos juicio para votar, no existirían demagogos ni bribones democráticos.

Los sondeos pueden decir cualquier cosa; pero sólo hay algo cierto: elegiremos, como siempre, a los peores, atendiendo a mañosas sugerencias, a hábiles mentiras, a emociones contagiosas y, sobre todo, al mayor derroche de oscuros recursos.
Las campanas más grandes hacen más alboroto y atraen más feligreses, aunque las pequeñas sean mejor timbradas y afinadas.

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