Ahora, con preocupación advertimos que pensar diferente al Gobierno, a sus ministros o a las organizaciones sociales que los respaldan puede ser otra vez peligroso.
Bolivia ha sido desde siempre un país de sobresaltos políticos. Su historia está plagada de hechos insólitos, golpes de Estado, cambios violentos, como aquella revolución de 1952 que modificó sustancialmente las estructuras sociales y políticas del país, acabó con la propiedad privada del estaño, acabó con la servidumbre, estableció el voto universal e implantó la reforma agraria, entre varias medidas adoptadas.
Pero también fue una época de terror político, en la que los opositores vivían a salto de mata. Cuando no eran detenidos, torturados o confinados, eran perseguidos. Luego vino una cadena de dictaduras militares implacables, unas más que otras, en especial en el Gobierno del general Luis García Meza, en el que los ciudadanos demócratas debían andar “con el testamento bajo el brazo” porque su Ministro del Interior, un tristemente célebre traficante de cocaína, no admitía que nadie pensara diferente a los dictados de la férrea dictadura militar que dio muerte al líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz. Los ciudadanos vivían temerosos.
Las dictaduras militares, apenas interrumpidas con fugaces gobiernos democráticos, duraron hasta octubre de 1982, cuando se restableció y consolidó la democracia. Volvió la libertad, regresaron los exiliados. El miedo a ser detenido, apresado, desterrado o perseguido por pensar diferente había desaparecido. Cada uno podía decir lo que quisiera sin tener que pensar dos, tres o diez veces para hacerlo. Era la primavera democrática.
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Ahora, con preocupación advertimos que pensar diferente al Gobierno, a sus ministros o a las organizaciones sociales que los respaldan puede ser otra vez peligroso. Ahí están los casos de Víctor Hugo Cárdenas, al que le quitaron su casa y agredieron a su familia; de Marcial Fabricano, a quien sus hermanos comunitarios, por cuyos derechos dirigió una sacrificada marcha, lo flagelaron como en las épocas de la esclavitud; del propio Román Loayza, al que amenazaron con no dejarlo entrar a su comunidad porque expresó estar decepcionado con la política gubernamental a la que ahora se opone después de haber sido uno de sus más importantes mentores.
Las amenazas generalizadas que se ciernen sobre la sociedad, sin precisar qué personas son responsables de determinados delitos; las medidas que contrarían principios básicos de los derechos fundamentales, como el decreto de confiscación e incautación de bienes a quienes resultaren sospechosos de financiar o apoyar a presuntos terroristas o separatistas, dejando la calificación de la ilegalidad al arbitrio de un fiscal acusador; el juicio a este diario por “desacato”, término que es calificado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como atentado “contra la libertad de expresión y el derecho a la información”, son mecanismos utilizados para sembrar un miedo en la sociedad del que los bolivianos nos habíamos olvidado y que se levanta como un fantasma para sembrar temor.