Agustín Saavedra Weise * en El Deber
En la provincia china de Xinjiang (Nueva Frontera) recientemente se registraron choques entre los nativos uigures (musulmanes) y los budistas han, el mayor grupo étnico de China (90%) y del planeta (20% de la población mundial). Más de 180 muertos, cientos de heridos y miles de detenidos fue el saldo trágico. Ya en 2008 –poco antes de las Olimpiadas– la misma zona fue objeto de disturbios. No era la primera vez y tampoco ahora será la última.
El antiguo Turquestán Oriental forma Xinjiang. Es un territorio extenso –la sexta parte de China– y se encuentra al occidente del país asiático. Poblado originariamente por pueblos de origen turco, Xinjiang cobija hoy 20 millones de habitantes, nada frente a los 1.300 millones totales de China. Xinjiang siempre estuvo bajo recurrentes ocupaciones chinas, salvo escasos momentos de libertad sin esas amenazas. La conquista fue definitiva en 1949, cuando Mao Tse Tung ganó la guerra civil a los nacionalistas e incorporó a Xinjiang como parte de la heredad china.
Desde que Beijing consolidó su presencia en Xinjiang promovió traslados forzados de gente del grupo han, cuyo número tiende ahora a ser mayor que el de los nativos. A mediados de los años 50, los han eran el 6% de la población y los uigures el 74%; el resto eran otros grupos étnicos. La participación han en la población de Xinjiang llegó al 41% en el 2000 y cayó al 39% en 2007, mientras el de uigures bajó al 46%.
Ubicada a un costado del vientre bajo del núcleo vital (‘heartland’) de la masa terrestre euroasiática –señalada agudamente en 1904 por el célebre geógrafo inglés Sir Halford J. Mackinder–, Xinjiang tiene enorme valor estratégico y contiene ingentes recursos naturales. Está también muy cerca del legendario ‘camino de la seda’, transitado en su época por las grandes caravanas y por Marco Polo. El interés geopolítico es fuerte, allí hay mucho en juego. No en vano China aprieta su poderoso torniquete.
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La provincia de Xinjiang es formalmente ‘autónoma’, pero el control centralista es severo. Tras los últimos incidentes, fuertes contingentes militares chinos se desplazaron hacia Urumqui (la capital) y otras partes de esa región.
Algunos uigures siguen con la nostalgia de volver a ser independientes, pero la mayoría ha aceptado con resignación el actual estado de cosas impuesto por China. Sin embargo, todos los uigures sufren los efectos de una inmigración que los ha dejado marginados en su terruño, en su propio lugar de origen. La política poblacional fomentada por el Gobierno chino está en el origen mismo del conflicto desencadenado y que puede volverse a desatar en cualquier momento.
En lugar de unidad en la diversidad, lo desarrollado en Xinjiang es un lamentable, triste y peligroso odio entre etnias. El tema es casi sin solución, salvo que se extermine a los nativos, algo prácticamente imposible. Aunque tuviera éxito una forzada ‘asimilación’, la absorción cultural de los uigures por los han puede demorar generaciones. Hasta que el grupo han definitivamente se imponga –parece que así lo pretende el Gobierno de Beijing– habrá nuevas tensiones en la zona.
La lección amarga de Xinjiang: políticas oficialistas de asentamientos masivos de población, que so pretexto de la ‘integración nacional’ no respetan las costumbres de ‘x’ lugar y tratan de imponer particularidades propias por todos los medios, tarde o temprano generan agudos inconvenientes e inevitables conflictos. Cada pueblo tiene derecho a vivir y progresar en paz en su suelo natal.
Xinjiang es un toque de alerta que debería ser escuchado en los ámbitos correspondientes, encuéntrense éstos en China, Bolivia u otros lugares.
* Ex canciller, economista y politólogo, www.agustinsaavedraweise.com