Los golpistas del pasado enseñan democracia


Tiempos hubieron en los que los golpes de Estado eran el método usual para los cambios de gobierno en América Latina. Se trataba de la regla no de la excepción; el acudir a las urnas de una forma más o menos regular era todo un acontecimiento que debía ser aprovechado por cuanto nunca se sabía cuanto podía durar este espejismo.

imageimage Hugo Chávez (Izq.) y Ollanta Humala (Der.)

Cuando se producía un golpe de Estado, inmediatamente y casi por reflejo todos los dedos apuntaban hacia el norte. Sin embargo llegó un momento en el que todo cambió y se decidió que los pueblos no estaban muy dispuestos a seguir tolerando este estado de cosas y se varió de rumbo.



El método para cambiar los gobiernos era el voto y la democracia, con todos sus defectos y virtudes, pasó a ser el régimen imperante en casi todo el continente, excepto en Cuba donde Fidel Castro insiste que tiene una fórmula propia y no tolera que nadie le diga nada.

Sin embargo, este tránsito hacia la democracia tuvo muchas vicisitudes y no faltaron trasnochados en la región que tuvieron la ocurrencia de querer ir a contramano de la historia pero que ahora, paradójicamente, se muestran democráticos y claman porque toda la furia del infierno caiga sobre aquellos que quieren ir por el mismo o similar rumbo que ellos tomaron hace algunos años.

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No hace falta mucha imaginación para darse cuenta que nos referimos a Hugo Chávez, aquel que en 1992 encabezó una intentona golpista contra el presidente constitucional de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, que dejó como saldo decenas de muertos. Esa vez Chávez la sacó barata y después de algunos meses de encarcelamiento fue indultado.

El sistema democrático «neoliberal» se mostró tan benevolente con él que hasta le ayudó, a los pocos años, para ser elegido como presidente de su país, jactándose de su pasado golpista.

Ahora desde la presidencia de Venezuela alienta a quienes no se adscriben con mucha convicción al sistema democrático. Es el caso del también militar, Ollanta Humala, quien ha intentado aventuras golpistas desde la sierra peruana con el indisimulado apoyo de Chávez.

Pero vayamos al caso boliviano. Todos lamentamos que primero en febrero y luego en octubre de 2003 se hayan producido decenas de muertos pero al parecer muy pocos están dispuestos por el momento a meterse en berenjenales e indagar cuales fueron los orígenes y las causas de esos luctuosos sucesos, además de identificar a sus promotores.

En esas fechas se produjeron dos intentos de golpes de Estado, fracasado el primero y triunfante el segundo; como consecuencia se tuvo la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada. Los golpes de Estado no se producen única y exclusivamente con la intervención militar. Las movilizaciones de organizaciones sociales son también un instrumento efectivo y en el caso que nos ocupa, fue el utilizado en aquella ocasión.

Sin embargo, por obra de una sinuosa argumentación ahora resulta que ese golpe de Estado (que forzó la renuncia de Goni) fue una encomiable acción y un modelo a seguir, además de un ejemplo de cómo las “organizaciones sociales” pueden derrocar a un presidente elegido en las urnas y luchar contra el neoliberalismo y vencerlo.

Mientras tanto, el derrocado confronta un juicio en su contra y los «golpistas sociales» hacen gala de un poder omnímodo al punto que quieren darse el lujo de reescribir la historia en la que ellos intentarán autoasignarse un papel estelar como abnegados defensores de la democracia.

Debe recordarse que en esa oportunidad Chávez no dijo nada ni reprochó que se hubiera derrocado a un presidente elegido democráticamente. Es más, Sánchez de Lozada desde el exilio le acusó de haber apoyado las acciones para su derrocamiento. 

“Se puede mentir a todos un tiempo pero no se puede mentir a todos todo el tiempo” dice un adagio. Más temprano que tarde los impostores serán desenmascarados por sus propias acciones.


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