Entre paréntesis….Cayetano Llobet T.
No es una imagen de conmiseración y pena. Es la visión del bandido abatido y derrotado. Luis Arce Gómez descendiendo del avión, agobiado, semiparalizado, con la barba totalmente blanca, es el perfecto reverso de aquel coronel matón, prepotente, dispuesto a matar sin que se le mueva un pelo, famoso por la perversidad de su notificación a la ciudadanía: “desde hoy, tendrán que andar con el testamento bajo el brazo”. No siento al verlo, la menor de las penas. Menos la deben sentir todos los que compartimos cárcel, tortura y campo de concentración. Y menos aún las familias de los muertos y los desaparecidos.
Los Luises, García Meza y Arce Gómez, llegaron a Palacio ya empapados con la sangre de Marcelo Quiroga Santa Cruz, al que habían declarado su enemigo principal. Los que fuimos hechos prisioneros ya no pudimos escuchar la notificación de García Meza al país: “¡Hemos llegado para quedarnos por lo menos veinte años!” Un poco menos de los que está pasando en la cárcel de Chonchocoro y que ahora tendrá a su amigo de fechorías contándole de sus aventuras penitenciarias como narcotraficante.
No es raro que gente como García Meza tenga la idea de que el poder es eterno. Es gente que vive convencida de que no hay ni habrá ninguna fuerza capaz de derrotarlos. Es gente que no sabe nada de la historia. No tiene idea de que no hay poder infinito y su ignorancia los lleva, con asombrosa naturalidad, a la práctica del atropello y la arbitrariedad. Actúan instalados en la convicción de que el Palacio será su última y definitiva residencia.
Además, no tienen límites morales. Nunca, como con García Meza, Bolivia vivió un proceso tan feroz de gangsterización del Estado. La droga, el narcotráfico, eran el alimento, el maná de las bandas civiles y militares que revoloteaban en torno al tirano. Siempre sobran los oportunistas a la caza de ventajas y privilegios. Como las lealtades nunca son seguras, es mejor pagarlas. Se pusieron de moda los “bonos de lealtad” a los comandantes de las unidades militares. Se seguía, con enorme eficacia, aquella norma de que los militares bien pagados no golpean: “no hay general que aguante un cañonazo de cien mil dólares”. Su discurso es el que les ordena el cajero cuando les entrega el cheque.
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Y siempre cuentan con el apoyo y complicidad de otro país. En esa coyuntura fue Argentina la que proporcionó información, logística, armas, entrenamiento, planes operativos y torturadores especializados. ¿Cómo olvidar nuestras expresiones de terror cuándo escuchábamos a esos milicos argentinos acercándose a los presos y gritando, con gargantas cuartelarias, “¡aquí vamos a pulir!”? En sus peores momentos represivos, los regímenes bolivianos siempre han tenido apoyo externo. Los tiranos bolivianos siempre han contado con el aliento de coroneles y generales de acentos diferentes, con insignias y uniformes de su propio país paseando en el nuestro. Nuestros tiranos siempre han sido dóciles. Siempre han repetido el discurso que les dicta otro.
Debe ser muy difícil, desde el poder, aprender que no es infinito ni ilimitado. Por eso no es una cuestión de pena ni de conmiseración. Son lecciones que tienen que aprender los poderosos. Es aleccionador, es saludable ver, de vez en cuando, la imagen derrotada de alguno que se creyó dueño del país. Como en el proverbio: “Ponte a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”. Es cuestión de tiempo y de paciencia.