Un amor de los de antes. Para el escritor Miguel Delibes, su compañera y madre de sus siete hijos fue una presencia permanente hasta el final.
Miguel Delibes y Ángeles Castro, en 1945.
El Mundo.es
Emma Rodríguez | Madrid
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«Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaba los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos, era suficiente. Cuando ella se fue, todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabra, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad». Así recrea el protagonista de ‘Señora de rojo sobre fondo gris’ a Ana, su mujer, que acaba de morir.
La novela, en la que es el propio Miguel Delibes, convertido en pintor, el que recuerda a su mujer, Ángeles de Castro, es todo un canto al amor, al gran amor, ése que permanece más allá de la muerte. La novela, donde la capacidad del escritor para emocionar alcanza cimas altísimas, es una auténtica reivindicación de un concepto del amor que no está de moda, pero con el que seguimos soñando casi todos.
Para el escritor su compañera y madre de sus siete hijos fue una presencia permanente hasta el final. Ella, según sus propias palabras, era su «equilibrio, la mejor mitad de mí mismo». Ella fue quien le estimuló en sus lecturas, quien le animó a escribir y quien le alentó a presentarse al Premio Nadal, que ganó con ‘La sombra del ciprés es alargada’ cuando apenas era un titubeante aprendiz de escritor que estaba lejos de saber que iba a ser uno de los grandes nombres de las letras españolas.
En ese libro primerizo ya estaba el miedo a la muerte, a la desaparición de los seres queridos. Parecía una premonición: el ser al que más quería se fue tempranamente, con apenas 48 años de edad, dejándolo sumido, como al pintor de ‘Señora de rojo…’, en una profunda depresión que paralelamente le provocó una crisis creativa de la que tardó tres años en reponerse. Ahí, en cierto modo, pese a que aún le quedaba mucho camino por recorrer, muchos premios que ganar, muchos libros por escribir, Delibes empezó a morir un poco, acentuándose su pesimismo, su talante sombrío, melancólico.
En el libro, en el que el protagonista rememora a su mujer a través de un diálogo con la hija, Ana-Ángeles aparece idealizada, a la manera romántica. Hay romanticismo, sí, pero también complicidad, intimidad, un sabor entrañable, una idea de la felicidad frágil que se escapa, pero cuyo roce marca para siempre. Una profunda creencia, en fin, en la naturaleza milagrosa del amor verdadero, ése al que, para que engañarnos, seguimos aspirando.
El cáncer acabó con el escritor
Actualizado viernes 12/03/2010
El escritor en una imagen de archivo (Foto El Mundo)
*por MIGUEL DELIBES
VALLADOLID.- Aunque viví hasta el 2000…, el escritor Miguel Delibes murió en Madrid el 21 de mayo de 1998, en la mesa de operaciones de la clínica La Luz. Esto es, los últimos años literariamente no le sirvieron de nada.
El balance de la intervención quirúrgica fue desfavorable. Perdí todo: perdí hematíes, memoria, dioptrías, capacidad de concentración… En el quirófano entró un hombre inteligente y salió un lerdo. Imposible volver a escribir. Lo noté enseguida. No era capaz de ordenar mi cerebro. La memoria fallaba y me faltaba capacidad para concentrarme. ¿Cómo abordar una novela y mantener vivos en mi imaginación, durante dos o tres años, personajes con su vida propia y sus propias características? ¿Cómo profundizar en las ideas exigidas por un encargo de mediana entidad?
Estaba acabado. El cazador que escribe se termina al tiempo que el escritor que caza. Me faltaban facultades físicas e intelectuales. Y los que no me creyeron y vaticinaron que escribiría más novelas después de ‘El hereje’, se equivocaron de medio a medio. Terminé como siempre había imaginado: incapaz de abatir una perdiz roja ni de escribir una cuartilla con profesionalidad.
No me quejaba. Otros tuvieron menos tiempo. Al fin y al cabo, setenta y ocho años son bastantes para realizar una obra. Le di gracias a Dios, que me permitió terminar ‘El hereje’, y me dediqué a la vida contemplativa. Las cosas que intenté no eran serias. Con mi hijo Miguel hicimos un libro sobre el cambio climático, en el que no intervine más que para hacer preguntas propias de un ciudadano preocupado, pero no aporté una sola idea. En ‘Muerte y resurrección de la novela’ di a la estampa algo que tenía hecho para dar la sensación de que trabajaba, de que aún disponía de una vida activa.
Los optimistas que sobreviven a un cáncer suelen decir que lo vencieron. Yo no me atrevo a tanto. Los cirujanos impidieron que el cáncer me matara, pero no pudieron evitar que me afectara gravemente. No me mató pero me inutilizó para trabajar el resto de mi vida. ¿Quién fue el vencedor?
Y bien: cuando mi obra, dicho lo dicho, está concluida, y por tal la doy, veo con satisfacción que los prestigiosos editores de Círculo de Lectores y Ediciones Destino se ocupan ahora de recopilarla y reunirla en los siete volúmenes que van a configurar esta serie. Cada volumen, además, irá prologado por un destacado estudioso de mi obra. ¿Qué hacer sino sentirme halagado y agradecido?
Si mi primera novela apareció en 1948 —hace ahora sesenta años— y la última en 1998, ha sido media centuria, la segunda del siglo XX, la que me he ocupado escribiendo y publicando libros. Y siempre con el beneplácito de mis lectores. También a ellos, y a cuantos ahora se asomen a las páginas de estas Obras completas, quiero agradecer sinceramente su benevolencia y fidelidad.
Mayo de 2007
*Este texto encabezaba el volumen I de las Obras completas (Círculo de Lectores | Ediciones Destino), en el que el escritor fallecido se despedía de la literatura.