“Finite incantatem”


Miquel Molina

harry_potter_deathly_hallows_7_2 Es habitual que los críticos consideren cada nueva película de la serie Harry Potter más oscura que la anterior, es decir, desprovista del humor y la despreocupación juvenil de las primeras entregas. Harry Potter y las reliquias de la muerte da un paso más en esa línea. Igual que en el libro de J.K. Rowling, desaparecen aquí los gags habituales y la acción se traslada más allá de las paredes de la escuela Hogwgarts, lejos de la camaradería y la complicidad adolescente. Por el contrario, el trío protagonista, Harry, Hermione y Ron, se enfrenta a retos cada vez más siniestros, con el combate final contra las fuerzas malignas insinuándose en el horizonte. Mientras algunos opinadores añoran la diversión perdida, Rowling y los realizadores que tan bien han captado el alma de sus novelas no hacen sino encaminar a sus héroes hacia el desenlace mismo de la adolescencia, cuando ya resulta imposible armonizar el mundo mágico con el tangible. El paralelismo es obvio. Pero se sugiere también un mensaje subliminal menos evidente: los jóvenes deberían poder gestionar ese desenlace a su manera, sin la tutela paterna y de sus maestros.

En el mundo ideal de Rowling, los padres, o están muertos o son muggles (no magos), así que no tienen derecho a etiquetar como ni-ni a unos vástagos que, cierto es, ni estudian ni trabajan. No hay costosos departamentos de estadística que se dediquen a constatar día tras día la decadencia del sistema educativo. Es más, a diferencia de lo que sucede con nuestros jóvenes presenciales, en la ficción nadie condena alegremente a los pupilos de Hogwarts al fracaso perpetuo sólo por estar sometidos a una educación con inspiración sesentayochista. Ni tampoco hay tertulianos que hablen de los alumnos con desprecio, como los que, al recordar que en el 2009 había en el mundo ocho millones de jóvenes parados más que antes de iniciarse la crisis (un 37% de paro juvenil en España), usan un tono despectivo que parece responsabilizar a los propios afectados del precario sistema económico que les estamos legando.



Al contrario. En el universo ideal de Rowling, un personaje como Hermione puede pronunciar un conjuro y conseguir evadirse de la memoria misma de sus padres. Dice obliviate varita en mano y se borra literalmente su rostro de todas las fotos familiares, como si nunca hubiera estado allí. Por eso a Hermione nadie la condenará a sentirse parte de una generación perdida, esa sentencia que de manera irresponsable dictamos a los jóvenes de hoy, sin valorar hasta qué punto saberse unos parias a ojos de los adultos puede empujarles a la automarginación y el nihilismo. Pero si alguno lee estas líneas –antes de que acabe la serie y la prodigiosa maga diga por última vez el conjuro finite incantatem– verá que no está todo perdido. Generación perdida es la etiqueta que asignó la escritora Gertrude Stein a una pandilla de norteamericanos desarraigados que deambulaban por la primera posguerra y que han pasado a la historia con los nombres de Hemingway, Eliot, Pound o Scott Fitzgerald.

La Vanguardia – Barcelona

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