La tensión Bolivia-Chile está al rojo vivo. Pero la detención de 14 militares bolivianos en territorio del vecino país es apenas un detonante, una anécdota dentro de un cuadro estratégico mucho más grande que es preciso entender para proyectar a dónde va el régimen de Evo Morales.
Tengamos en cuenta, en primera instancia, el contexto en el que comenzó a generarse el escenario de tensión binacional: semanas después del fallido intento de gasolinazo, que echó por los suelos la popularidad del gobierno de Bolivia. Tenemos, por lo tanto, a una administración que necesitaba con desesperación crear cortinas de humo y proveerse de un “enemigo externo” capaz de suplir a la evaporada derecha regional y al inverosímil “imperialismo”.
La historia es tan vieja como la humanidad: un gobierno con serios problemas internos, frecuentemente con tendencias autoritarias, busca conflictos exteriores que alejen el fantasma de la rebelión doméstica.
El caso de la dictadura militar Argentina y la guerra de las Malvinas es casi arquetípico: un régimen políticamente agotado va al conflicto bélico y logra una efímera sobrevida, luego de la cual se produce la debacle final.
Más recientemente, el mentor de Evo Morales, el otrora locuaz coronel Chávez, usó y atizó las tensiones con la Colombia uribista en momentos críticos para la economía venezolana.
No se trata, por lo pronto, de guerra, aunque negros nubarrones asomen en el horizonte. Se trata más bien de la doctrina de los “conflictos políticamente administrables”, esbozada para Hugo Chávez por el fallecido teórico ultraderechista Norberto Ceresole.
Pero el altísimo riesgo de la jugada está allí, latente. El conflicto útil puede dar en cualquier momento un salto cualitativo, provocando un escenario dramático donde los críticos al régimen serían asimilados a la categoría de “traidores a la patria” y en el cual habría que lamentar la pérdida de vidas humanas.
Evo juega con fuego. Ojalá que no queme la paz y la democracia.