El campesino dictador


Álvaro Riveros Tejada

riveros_thumb Cinco siglos antes del advenimiento de nuestro señor Jesucristo, un lapso de tiempo similar al que nos separa hoy de la llegada de Colón a la América y mucho antes de que los aimaras hubiesen derrotado al imperio Romano (según S.E.), éste se encontraba enfrascado en una feroz guerra contra un pueblo vecino a Roma llamado los Ecuos. Ante la manifiesta incompetencia del Cónsul que dirigía esta contienda, que los colocó al borde de la derrota, acudieron a Lucio Quincio Cincinato, un patricio caracterizado por su integridad y honradez, que había decidido no intervenir más en política y retirarse a su finca (Cato) para labrar la tierra, debido a que consideró injusto el exilio de su hijo, por actos de insolencia contra los tribunos del foro romano.

Mitad verdad, mitad leyenda, la historia recuerda que para salvar al ejército romano y a Roma de dicha invasión, el Senado otorgó a Cincinato poderes absolutos y el nombramiento de dictador, encomienda que recibió mientras labraba su tierra. A la mañana siguiente, éste se presentó ante el Foro con toga de dictador orla de púrpura y llamó a todos los ciudadanos a las armas. Cumplida su misión en apenas seis días y tras la celebración por su triunfo, renunció a la dictadura que le había sido conferida por un período de seis meses y a todos sus honores, negándose a recibir cualquier tipo de recompensa y regresó a sus faenas campestres, constituyéndose así el labriego, en un símbolo del espíritu cívico de los romanos.



La democracia, esa forma de gobierno que fue creada hace 25 siglos y nosotros aún la usamos- pero no la practicamos- tuvo hasta la sutileza de instituir la figura legal de la dictadura, como en los casos que vimos líneas arriba, pero con funciones y objetivos bien trazados y definidos por un plazo de tiempo máximo de seis meses (no seis años), sin que por ello quedase derogado el ordenamiento político y jurídico existente. Se solía enaltecer al dictador como alguien sacrificado capaz de entregar su propia vida por su pueblo y de ninguna manera que éste sacrifique la vida de su pueblo por la propia.

Todo ello apoyado en la honradez y el civismo del delegado. Por ejemplo, habría sido un sacrilegio sugerir siquiera la elección de los jueces por parte del autócrata o legalizar el ingreso de centenas de miles de caballos a Roma sin pagar tributo y menos robados, pues no podía disponer del Tesoro Público ni abandonar Italia, sin la autorización previa del pueblo y estaba obligado a rendir cuentas de sus actos tan pronto terminaba el ejercicio de su autoridad, así se tratase de Cincinato, de un poderoso tribuno, o de un campesino dictador.

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