Gabriel Chávez C.
Hay quienes piensan que las protestas sociales que estos días agitan Europa (o, para ser más precisos, algunos países de Europa) son provocadas exclusivamente por la crisis económica, el desempleo, la migración, la ostentación del bienestar de minorías privilegiadas y otros fenómenos concurrentes. Desde luego, éstas son las causas inmediatas del malestar, además de la ineficiencia de ciertos gobiernos para gestionar dichos problemas y/o la incapacidad de ciertas economías para sobrellevarlos.
Otros quieren ir más lejos y apuntan a razones estructurales, como el agotamiento del modelo económico o, incluso, un pretendido fin del capitalismo. No es mi intención entrar en ese debate, en parte porque ya lo han hecho, con solvencia y agudeza, otros columnistas de este diario en días pasados, pero sobre todo porque me preocupa un aspecto diferente.
Más allá de las causales y variables económicas y sociales de lo que está sucediendo, y más allá de los propios sucesos que se dejan ver y notar, puede vislumbrarse un problema mucho mayor, que tiene que ver menos con la pérdida de euros que con la pérdida de valores y menos con la ausencia de empleo que con la ausencia de sentido.
Europa, como casi todas las sociedades posmodernas de Occidente (a América Latina la salva su afortunado desfase con los ciclos globales), vive hoy en día una suerte de decadencia espiritual, una crisis de sentido que se manifiesta y comienza a desbordar por diferentes flancos. Ya se la podía y se la puede percibir en las artes plásticas, en la arquitectura, en la música, en el cine y en la literatura desde hace varios años, con unas creaciones prohijadas bajo el signo del nihilismo, del vacío que sucedió al desencanto con los discursos e ideologías de la modernidad. Turbación, violencia, fealdad, obscenidad gratuitas; caos, en suma. Tales sus signos y sus síntomas en el arte.
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La crisis de la hoy llamada “familia tradicional”, esto es, de la familia de siempre, sin adjetivos, morada natural del ser humano y núcleo de su formación integral; la falta de un horizonte axiológico común y de un proyecto compartido de vida, sea religioso o civil; la pérdida –por descrédito o incapacidad de renovación y de adecuación a los tiempos actuales- de muchos referentes de orientación establecidos; el relativismo y el individualismo exacerbados y malentendidos, propuestos como metro de todas las cosas. Tales sus causas en la vida.
Desde luego, el problema es mucho más complejo que estos enunciados, que apenas intentan describirlo sintéticamente, y el análisis de sus raíces y alcances no puede agotarse en las pocas palabras de una columna de prensa. Sin embargo, estoy convencido de que toda mirada sobre lo que sucede en las hasta hace poco aparentemente satisfechas sociedades del Occidente desarrollado no puede, ni debería, prescindir del intento de comprender esta otra y fundamental dimensión de la problemática, que trasciende sus manifestaciones materiales.
No es, intuyo, con propuestas o recetas estrictamente económicas, laborales y sociales como se puede dar una solución de fondo a los problemas presentados. La sociedad contemporánea necesita un revulsivo espiritual y moral capaz de dar respuestas totales, holísticas, a las preguntas y reclamos de las mujeres y hombres de esta época. El cristianismo fue ese revulsivo y esa respuesta para la gran decadencia de los tiempos del Imperio romano. ¿Podrá ser aún la fuerza que cifre la salida de este oscuro pasaje?
Página Siete – La Paz