Alejandro Almaraz*
Tiene unos 50 años y ascendencia japonesa. Es el propietario de un pequeño puesto ganadero llamado Altamira, situado entre Yucumo y San Borja. Pese a que nació en Santa Rosa de Yacuma, se considera un borjano a carta cabal porque fue en San Borja donde creció y se crió. Es relativamente próspero, pero vive con sencillez y humildad, cultivando el duro trabajo diario que se le hizo hábito desde su infancia de niño pobre.
Cuando la marcha indígena en defensa del TIPNIS se acercaba a su predio, sintió curiosidad por los controvertidos marchistas. Al verlos, reconoció en ellos a la gente humilde y pacífica que puebla y trabaja esas mismas tierras y que él conoce desde siempre, como sus vecinos tsimanes. Cuando se produjo el cerco combinado de policías y colonizadores sobre la marcha, muy cerca de su casa, sintió solidaridad por los débiles marchistas agredidos y repulsión por el abuso de los poderosos gobernantes autores del cerco.
Ante las serias restricciones de acceso al agua y la alimentación que imponía el cerco para hombres, mujeres y niños marchistas, llevó su solidaridad a los hechos y se puso a proveer agua y comida a los indígenas cercados. Pero la agresión del cerco se prolongaba dramáticamente victimando a los indígenas.
Entonces, decidió hacer mayores aportes de su patrimonio y sacrificó una vaquilla, luego otra y varias más sucesivamente, para alimentar a aquella gente humilde que no le hacía daño a nadie, pero que el Gobierno quería rendir por hambre y sed.
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Del apoyo logístico pasó al operativo y se prestó a burlar el cerco de la prepotencia gubernamental transportando en su pequeña motocicleta, por las ocultas sendas del monte, a quienes querían sumarse a la marcha secuestrada.
Cuando la Policía reprimió brutalmente la marcha, el 25 de septiembre, durante el resto de la tarde y toda la noche, recorrió el camino, las sendas y los campos aledaños a su predio rescatando, uno a uno, niños aterrorizados que habían presenciado la golpiza y el secuestro de sus padres y habían quedado abandonados en aquel lugar extraño, y marchistas dispersos que se habían evadido de la Policía.
A la medianoche de aquel día, logró reunir en su casa a 65 marchistas, 15 niños y 50 adultos. Entre ellos, ese llanto hondo e incontenible en el que se vuelca el alma entera, unía a niños que buscaban a sus padres y a madres que buscaban a sus hijos. Él dijo que a partir de ese momento se convertía en un marchista más y, a oscuras para no llamar la atención del patrullaje policial, juró con los otros marchistas que había reagrupado en su casa continuar la marcha, por grandes que fueran las dificultades y dura la represión, hasta el final, hasta La Paz y hasta la victoria.
Al día siguiente, rodeado de los niños indígenas que había rescatado, preguntó ante las cámaras de televisión quién era el monstruo que había ordenado la represión, aunque lo sabía cómo lo sabemos todos. Estaba plenamente consciente de los riesgos que asumía y acarreaba a su familia, pero pudo más su indignación de hombre justo.
Una vez que la heroica movilización de San Borja y Rurrenabaque rescató a los marchistas capturados por la Policía y los devolvió al camino y a la lucha, él se tomó un par de días para resolver sus asuntos más urgentes y se sumó a la marcha cumpliendo su compromiso. Entró a La Paz triunfante con los indígenas que encontró, alimentó, acogió y defendió en su predio de Altamira y recibió el clamoroso abrazo de cientos de miles de bolivianos que, como él, hicieron suya la causa del TIPNIS.
Con todos ellos ha vencido, y su victoria tiene la arrasadora contundencia con la que el pueblo responde a los abusivos y prepotentes que lo desafían desde el poder. Se llama Erwin Otta Mercado, y es un boliviano cuya calidad humana, igual que la de tantos y tan diversos defensores del TIPNIS, es la madera fértil y vital con la que se construirá la patria de todos, la patria plurinacional.
*Ex Viceministro de Tierras
Página Siete – La Paz