Bolivia vive días históricos. Si hace pocos años se creyó, erróneamente, que los indígenas habían llegado al gobierno con Evo Morales, ahora puede decirse, a ciencia cierta, que han llegado al núcleo geográfico del poder, desde donde influirán de manera decisiva en la agenda nacional de la década en curso.
La Plaza Murillo ha sido tomada por los marchistas de manera ejemplar, de forma pacífica y en medio de un estallido de entusiasmo ciudadano.
Mientras tanto, el régimen cocalero baraja sus cada vez más escasas cartas: por una parte, el presidente Morales juega a las escondidas, refugiándose en Cochabamba, para después ofrecer un diálogo en la Vicepresidencia y por último volver a la carga con la descalificación, señalando que no sabe si los indígenas “vienen a dialogar o a hacer política y figurar en algunos medios de comunicación”.
Un viejo refrán dice que “el ladrón piensa que todos son de su condición”…
Otra de las líneas estratégicas intentadas por el gobierno es el bloqueo a los marchistas en plena plaza, reproduciendo de alguna manera lo sucedido antes en Yucumo.
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Así pasó la noche del miércoles, con el cerco policial que impidió el ingreso de mantas y víveres al lugar.
Prisionero de la soberbia, Evo sigue poniendo condiciones para el diálogo, inicialmente indicando por intermedio de su vocero Canelas que el escenario no podía ser el Palacio Quemado “porque está de refacciones” (frase merecedora de figurar en las compilaciones de “evadas”) y por último diciendo que “si fuera solamente con menos de 20 compañeros tenemos espacio para eso en el Palacio”.
La ceguera es uno de los síntomas inequívocos de la borrachera de poder, que impide una correcta lectura de la realidad.
Es la piedra de toque para reconocer a los proyectos políticos que se encaminan -para usar la expresión de García Linera- al “basurero de la historia”…