Erick Fajardo Pozo*
El previsible desplazamiento de las ánforas a las calles que en breve podrían protagonizar el contingente de disconformes, que votó por la nulidad de los comicios judiciales sin hallar correlato a su voluntad democrática en los resultados oficiales, ha sembrado un ánimo insurreccional en Bolivia que no le deja a Evo Morales sino prepararse para migrar su estrategia de manejo de conflictos del ejercicio de una violencia de Estado dosificada a una abierta represión.
Para ello ha encargando a su flamante ministro de Interior, el cuarto de la era Morales, la producción de las condiciones subjetivas necesarias para legitimar los episodios de represión estatal por venir, de estallar el clima de insurgencia social latente que desató la burda manipulación de resultados de las elecciones judiciales.
La violencia de Estado fue un rasgo temprano del gobierno cocalero, pues se la entiende como la continuidad lógica de esa “violencia revolucionaria” que las variopintas organizaciones al interior del oficialismo adoptaron como “método de lucha” en tiempos de las AK-47 del EGTK y los “cazabobos” de las Seis Federaciones, y a la que jamás renunciaron convencidos de que sólo el ejercicio de la violencia política les daría pleno control de todos los poderes del Estado y sus niveles de gobierno.
Así, la cartera de Gobierno fue encargada sucesivamente a bolcheviques, maoístas y obsecuentes fanáticos, convencidos de que la primera misión del Estado era extirpar todo vestigio de oposición de las regiones, para luego tratar de extinguir los focos de disidencia en el clero católico, la prensa libre o aun en el movimiento indígena.
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Alicia Muñoz (Yungas de Vandiola y Enero Negro), Alfredo Rada (Arani, La Calancha y Las Américas) y Sacha Llorenti (Caranavi y Yucumo) fueron feroces proscriptores y verdugos de cualquier resistencia social organizada, lo que impuso sucesivas y cada vez más frecuentes dimisiones en el área de régimen interior, inevitables para salvar a Evo de pagar la factura por los excesos y víctimas de sus “mariscales de la muerte”.
Mantener esa línea inquisitorial en el Ministerio de Gobierno supuso sin embargo un perverso ritual en el que Evo fue inmolando uno a uno a los herederos del “savoir faire” de la vieja izquierda hasta fundir, cual fusibles, a todos sus cuadros de línea dura, obligándolo a buscar alternativas sin tanto oficio y talento, pero con la suficiente avidez.
El ex viceministro de Justicia Wilfredo Chávez, promovido a Ministro de Gobierno por la vía fortuita del descarte de mejores opciones, tomó tan en serio su nombramiento que está dispuesto a dar más que sus predecesores y asumir sin titubeo la responsabilidad por la siguiente “operación Yucumo”, en nombre del presidente Morales.
Chávez entiende que esta es su oportunidad de demostrar lo injusto y absurdo de su postergación en la estructura oficialista, y ya trabaja en legitimar la violencia de Estado que le tocará administrar, descalificando al voto nulo como la expresión objetiva de la conspiración contra el régimen Morales de la oposición en el exilio, esa que además habría “infiltrado” esquiroles en la marcha indígena para “provocar” la violenta represión policial a la CIDOB.
Chávez apuesta a reinstalar esa racionalidad pervertida con que el MAS defenestró a todos sus opositores, para invalidar la emergencia de una inédita oposición de masas y atribuirle el próximo rebalse a las calles a una oposición política expatriada y ausente.
Tras la crisis de gabinete de octubre Evo extremó recursos para cubrir las acefalías en su gabinete. Y sea porque pocos otros aceptarían ya tan dudoso honor o porque el temperamento reaccionario y obsecuente de Chávez se ajusta al momento político, es previsible que sea el primer ministro del Interior dispuesto a profundizar la represión con el entusiasmo que faltó a sus predecesores, los “mariscales” de Plaza de las Banderas, La Calancha y Caranavi.
*Analista y ex asesor legislativo