Francesco Zaratti
No conozco otro idioma que el castellano en el cual los conceptos de espera y esperanza estén tan entrelazados que hasta se confunden. Para un inglés no es lo mismo “to hope” que “to wait for”; un francés nunca confundiría “espoire” con “attente”, y lo propio sucede con el portugués o el italiano.
La vida es una espera. Se espera a un ser querido que llega de viaje; un hijo que madura en el vientre de la madre; la luz verde al semáforo, la atención en el Senasir o la muerte. Es un tiempo que normalmente se quisiera lo más corto posible, un tiempo aparentemente “muerto”. Por eso se llega al aeropuerto sobre la hora; los radiotaxis se pasan con el rojo y nos “colamos” en una fila. Todo para no esperar, mientras nos preparamos para otra espera.
Me atrevo a afirmar que una de las enfermedades del mundo de hoy es la desvalorización de la espera: se quiere todo y ahora. En ese mundo de desesperados, por ejemplo, las relaciones afectivas de los jóvenes giran en torno a tener “todo” si no a la primera, por lo menos a la segunda cita, con consecuencias devastadoras para el futuro de la pareja, debido a que se omite ese tiempo de maduración, conocimiento, gusto y placer que es el enamoramiento.
La espera me trae el recuerdo de mi madre: mis visitas debía anunciarlas con meses de anticipación. Ese tiempo ella lo dedicaba a compartir la noticia con sus amigas, preparar la lista de platos que me iba a cocinar, a arreglar mi cuarto como acostumbraba tenerlo en mi juventud, con la alfombra tunecina, el frasco de arena del Sahara y los posters sugerentes en la pared. Una vez quise darle la sorpresa de llegar al día siguiente de avisarle. Mi madre no me habló durante días: le había privado de la parte más linda de mi visita, la espera.
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Normalmente se espera a alguien o algo que se conoce. Hace unos días hice la estresante experiencia de esperar en el aeropuerto a un colega de Europa, al que yo no había visto antes. Hasta tuve que preguntar a un par de personas con cara de científicos (¿cómo será eso?) antes de identificarlo.
Pero lo más paradójico es esperar a alguien que ya “está con nosotros”. Eso es lo que, en el fondo, nos propone la Iglesia en este tiempo de Adviento: esperar a alguien que ya está aquí.
Hace muchos años, viviendo en El Alto, un niño me preguntó por qué Jesús nace cada año mientras él había nacido una sola vez.
La respuesta, que se tornó en un canto, fue que Jesús volvía a nacer en cada Navidad porque cada año el mundo lo volvía a matar. Sin embargo, Él insistía en volver a nacer porque tenía “la esperanza” de que ese año los hombres, viviendo “la espera” de su venida, cambiaran de actitud, eligieran el bien en lugar del mal, la solidaridad en lugar del egoísmo, la risa en lugar del llanto, el amor en lugar de la muerte.
En efecto, la espera llega a cansar y a exasperar si no se convierte en esperanza. Si sólo esperamos a la persona amada por obligación, sin gozar del placer de soñar, imaginar y esperar todo lo lindo y lo nuevo que nos traerá ese encuentro, hemos vaciado a la espera de su contenido.
La esperanza es lo contrario de la autosuficiencia: los pobres, los débiles, los últimos viven de esperanzas, porque sienten la necesidad de ser salvados, liberados, rescatados de una vida plagada de frustrantes esperas.
En versos del poeta granadino Rafael Guillén:
La esperanza es un premio gratuito/a la espera; un don casi infinito/por un merecimiento casi humano.
Página Siete – La Paz