Gonzalo Chávez
Los servicios son muy importantes en una economía. Son centenas de actividades claves para el bienestar de las personas y el buen desempeño de las empresas. Recibimos servicios tanto del sector público como privado. Por los primeros pagamos impuestos y a cambio deberíamos recibir buena atención de salud o educación, seguridad, electricidad, saneamiento básico de calidad. Por los segundos, pagamos precios y tarifas a través del mercado, así compramos también educación, salud, entretenimiento, transporte, información, entre muchos otros. En el caso boliviano, la calidad, tanto de los servicios públicos como privados, es mala, salvo raras excepciones.
En este húmedo domingo me referiré a la pésima calidad de algunos servicios privados, utilizaré ejemplos urbanos y cotidianos. En los últimos años ha surgido un servicio privado de estacionamiento en edificios grandes, parqueos, restaurantes y/o centros comerciales de dudosa calidad, pero quien gana el concurso de la incompetencia es el Mega Center, ubicado en la zona de Irpavi en La Paz. El estacionamiento de este cine debe ser el único en el mundo que requiere de varitas para hacer circular los carros dentro del parqueo. En días feriados, fines de semana y especialmente los miércoles, fácilmente se puede pasar horas entrando o saliendo del parqueo. En una oportunidad recorrí 50 metros en media hora. Los embotellamientos o tacos son tan graves que obligan al gerente del recinto, un joven animado que tiene cara de tener un MBA, a salir a ayudar a los sui generis controladores de tráfico interno. Es incomprensible que gente que ha invertido más de 30 millones de dólares haya buscado ahorrar un puñado de verdes para hacer un parqueo donde solo circular un carro a la vez o, lo que es igual de inaceptable, haya contratado unos arquitectos incompetentes que diseñaron parqueos estrechos. Dada la pésima calidad de este servicio, el Mega Center: o paga a los usuarios como compensación al pésimo servicio de estacionamiento o deja de cobrar por el parqueo cuando la espera pasa de los 10 minutos. Otra alternativa es que la Alcaldía, en vez de pelearse con el Tránsito, envíe sus facilitadores viales al templo de la clase media paceña: donde todo es mega, inclusive las trancaderas.
Otro servicio de mala calidad es el transporte aéreo y urbano. En el primer caso está AeroSur que se lleva el Oscar en varias categorías de películas: 1) “¡Cree raíces!, vuele de AeroSur”. Es muy frecuente que la empresa deje al usuario esperando varias horas en aeropuertos nacionales o internacionales sin que se les mueva un pelo. 2) “La elección de Sofía”. Morir hambre o de indigestión es la opción que se enfrenta toda vez que se toma esta línea aérea. 3) “Retando a la muerte”. Aquí la consigna es volar confesado. En una oportunidad al aterrizar, reventaron las llantas. El tema del mantenimiento de aviones es una lotería. 4) “La carrera de su vida”. Para abordar las aeronaves se requiere de un muy buen preparador físico. Con frecuencia, algún funcionario de la empresa declara que el avión tiene asientos libres, open seat para los gringuitos, y el abordaje se convierte en un cachascán colectivo para conseguir lugar.
Mención especial merece también el servicio de transporte urbano. En este caso minibuses que se llevan la flor, no precisamente de los mejores aromas. Abordar transporte público se ha convertido en una actividad de alto riesgo. A la inseguridad y la incomodidad se une el hacinamiento y la falta de ventilación. Ahora si no padece apretado o hiperventilado, la música chicha a todo volumen se encargará de recordarle que andar de minibús es una ensayo para la muerte.
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Finalmente y no por eso menos importantes están las discotecas y los servicios de música para fiestas, la amplificación como se decía en mis tiempos. Seguramente ya ha pasado por la amarga experiencia de asistir algún evento social o ir a bailar a una disco y encontrarse los Disc Jockey (DJs) parlanchines, una especie de disidencia del pithecanthropus erectus, cuya tarea en la vida es que la gente no escuche música. Verdaderos torturadores de la palabra que se encargan de hablar por horas y hasta por los codos en las fiestas. Entran en trances neuróticos bajo el pretexto de animar la velada, y comienzan a destilar ríos de prejuicios y tonterías. Al mejor estilo manu militari, comienzan un interrogatorio de nunca acabar: ¿Quién está feliz? ¿Quién está bailando con la más linda? ¿Y el más feo? Y se lanza la primera reflexión filosófica de la noche, en tono más grave: “El hombre es como el oso, cuando más feo, más hermoso”. A seguir vienen las preguntas aeróbicas: ¿Quién salta más? ¿Quiero ver los que mueven la colita? ¡Arriba las manos y abajo los pies¡ ¿Y los hombritos, en qué quedan? ¡La vueltita, la vueltita! En minutos la gente está siguiendo coreografías absurdas para responder al interrogatorio del DJ. Posteriormente, vienen las preguntas deportivas y geográficas: ¿Quiénes son del Bolivia? ¿Y del Tigre? ¿Dónde están los cambas o chucutas pico verde? La división del país está hecha. Deberían acusarlos de separatista. Cuando entran en confianza, vienen las preguntas más íntimas y atrevidas: ¿Dónde están las solteras? ¿Cómo la están pasando las divorciaditas? ¿Quién hará una travesura hoy? La verborrea no para toda la noche convirtiendo a la música en un telón de fondo lejano. Y el chaqui del día siguiente no se cura con nada, porque no es por bebida ingerida, sino por la ametrallada de obviedades a que ha sido sometido por el animador de turno. Desde esta humilde columna propongo la siguiente consigna a: ¡Salve la música! ¡Haga patria! ¡Calle un DJ!
El Día – Santa Cruz