Fernando Molina
La condena de Santos Ramírez, ex dirigente del partido de Gobierno, por actos de corrupción en la industria petrolera fue una buena noticia para Evo Morales. Éste podría decir, sin mentir, que es la primera vez que un miembro de la “crema” de la política nacional recibe una sanción de este calibre de sus propios conmilitones.
La resolución del “caso Ramírez” contribuye al esfuerzo en que está empeñado, que es el relanzamiento de su Gobierno, el cual fue muy golpeado durante 2011 por el rebrote de los conflictos sociales, graves errores de administración ideológica y política, divisiones internas y la pérdida de dirigentes valiosos, los cuales pasaron a engrosar las filas de la disidencia.
Otra parte de este esfuerzo es la reconstitución del Gobierno mediante la inclusión de ministros más fogueados, entre ellos Juan Ramón Quintana, conocido por su virulencia en la defensa del Presidente en contra de la oposición. Este cambio puede valorarse de muchas maneras. Lo evidente es que el gabinete actual es más coherente y menos naif que el anterior, que subordinaba la eficiencia política a un importante pero insostenible símbolo: la paridad de género.
Pese a ello, Quintana es una espada de dos filos: al mismo tiempo que aporta su capacidad personal y su aura de “guerrero del evismo”, admiradas por el oficialismo, marca al gabinete con un estigma de rigidez y agresividad que, merecido o no, lo debilita para resolver el principal problema que hoy tiene el Gobierno (y también el país), esto es la creciente contestación y conflictividad social, que se debe a la ambición de los distintos sectores de apropiarse de una cuota mayor de la riqueza generada por el gas.
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Un conflicto que resume la lógica de todos los demás es el que enfrenta a los departamentos de Tarija y Chuquisaca, los cuales discuten si uno de los principales yacimientos de gas del país (el que se explota a través del pozo Margarita) sólo se encuentra dentro del territorio del primero de ellos, como hasta ahora se creía, o en cambio atraviesa subterráneamente la frontera y entonces es un yacimiento compartido con Chuquisaca. Definir esta alternativa no es una broma. En un caso u otro las partes ganan y pierden miles de millones de bolivianos, porque la ley establece que la cantidad de ingresos de los departamentos “productores” es mayor que la de aquellos que no lo son.
Hoy en día, cartografiar un yacimiento no es cosa del otro mundo. El Gobierno contrató a una empresa norteamericana para que lo haga, pero los tarijeños no quieren abandonar sus ambiciones en manos de la ciencia, así que organizaron una fortísima huelga y lograron que se los autorizara a contratar su propia empresa cartográfica. Al final, claro está, habrá dos mapas y posiblemente sean contradictorios entre sí. Y el conflicto volverá. Nadie va a perder sobre la mesa lo que puede defender en las calles y los caminos. Además, Chuquisaca está molesta por el acuerdo entre el Gobierno y Tarija, así que nos encaminamos a ver enfrentarse tres posiciones divergentes.
El Gobierno quiere asentar el relanzamiento del que estamos hablando en la pronta aprobación de leyes que le fueron solicitadas por los representantes de las organizaciones sociales; con ellas terminará de adecuar la economía y la sociedad al modelo de desarrollo estatista, redistribuidor y contrario a la gran propiedad que propugna. Pero las expectativas creadas por el auge económico (que se debe a los altos precios de las materias primas) no se apaciguarán con leyes. Más bien, el hincapié que ellas pongan en reducir las ganancias empresariales e incrementar la presencia del Estado en la economía puede crear otro frente de conflicto. Y, ciertamente, tornará al país todavía más dependiente de las actividades extractivas.
El año pasado, la ideología sobre la que el Gobierno se apoyaba entró en crisis al chocar contra la realidad. Urgido de ampliar la industria petrolera y de realizar grandes obras de ingeniería, como la carretera ya señalada, el oficialismo cambió significativamente el discurso indianista, ecologista y anti-transnacionales que usó en su ascenso al poder. Como resultado de esto, sus adherentes más sofisticados sufrieron una grave decepción y pasaron a engrosar la oposición.
Por tanto, es legítimo preguntarse si en medio de la oleada de conflictos sociales que se avecinan, Morales mantendrá cierta coherencia ideológica o abandonará el discurso redistribuidor que siempre tuvo (y que contribuyó a inflar las expectativas colectivas de reparto de las rentas).
No se puede saber. En todo caso, está claro que Morales seguirá un camino “cuesta arriba”. Su popularidad en las ciudades es la mitad de la que tenía hace dos años. Y ahora lo amenaza el mismo riesgo que fue definitivo para sus antecesores: la ambición popular del reparto.
Página Siete – La Paz