Brújula se suma al espíritu carnavalero que se pone de manifiesto en todo el país a partir de hoy. En esta edición especial reunimos un conjunto de relatos y artículos de cinco escritores nacionales (Homero Carvalho, Emilio Martínez, Giovanna Rivero, Liliana Colanzi y Claudio Ferrufino-Coquegniot) referidos a la temática del Carnaval.
Mientras Emilio Martínez va tras las huellas de la carnavalización, la antropofagia y la parodia en las letras latinoamericanas, Giovanna Rivero nos sumerge en el universo del Carnaval desde la visión de una mente perturbada por la tradición de la fiesta local. Liliana Colanzi y Ferrufino-Coqueugniot narran sus respectivas vivencias en dos fiestas a las que asistieron. La escritora cruceña recuerda su visita a Rancho Nuevo durante el arete guasu; por su parte, el cochabambino, autor de El exilio voluntario, rememora una experiencia de juventud en el tradicional Carnaval de Oruro.
El sueño de la razón produce políticos
Homero Carvalho Oliva
Anoche tuve un mal sueño, soñé con el Carnaval de los políticos. Vi a Casimiro Olañeta vestido de Rey Momo presidiendo el corso, detrás de él venía el cholo Andrés de Santa Cruz, muy elegante con su uniforme de príncipe europeo, y como salido de una caricatura aparecía Mariano Melgarejo montado en Holofernes, su blanco y amado corcel, atusaba su negra barba y miraba con sus negros y malignos ojos a los ‘miracorsos’ mientras repartía condones a diestra y siniestra.
Un grupo de viejas solteronas enmantonadas hacía de plañideras rezando al Tata Belzu, pidiéndole que les consiguiera marido, aunque sea un escritor desempleado imploraban. Detrás de ellas venían los militares que carnavalearon en las guerras del Pacífico, del Acre y del Chaco, jugaban con pistolas y chisguetes de agua y se lanzaban globos como si fueran granadas, un camión caimán les precedía cargando vinos, cervezas, jamones, chicha, mote y chuño que no invitaban a nadie.
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La más ingeniosa, y que despertaba muchos aplausos, porque sus integrantes no necesitaban disfraces ni antifaces, era la comparsa de la Revolución Nacional en la que se destacaban un mono, un conejo, un pepino con cara de diablo y orejas puntiagudas a lo Mister Spock y un dandi de bigotito bien cuidado y pinta de sultán, que repartía besos entre las damitas del palco oficial que se derretían a su paso.
Atropellando llegaron los Dictadores, al cual más aguerrido sus integrantes se disputaban la primera fila, había un petiso cabezón que no se cansaba de gritar que no era de la comparsa de Dictadores, sino de la de los Demócratas, un milico con cara de caballo que se jactaba de que él si era Dictador y un gordo con cara de sapo que repartía testamentos bajo el brazo.
Los más entusiastas eran los de la comparsa de los Demócratas, que se peleaban entre ellos por ocupar la silla presidencial que iba entronada en un carro con la alegoría de un palacio quemado; en ella se sentaba un gringo altanero y soberbio y al rato un gallo chamuscado le hacía capuja invitándole a Sevilla, mientras un joven bufón se la pasaba rimando patatas con latas y un serio historiador los observaba de reojo y un gordito con cara de Toby, heredero de Superman, regalaba cerveza en lata.
Detrás de ellos y haciéndoles morisquetas venían un elegante aimara con apellido español y cara de Tupac Katari y un joven y canoso play boy, al que no se movía el copete, arrastraba una carretilla repleta de libros de Maquiavelo y los repartía gratuitamente como si fueran confites.
Cuando desperté el carnaval todavía estaba allí.
El carnaval como procedimiento literario
Emilio Martínez
En 1929, el crítico ruso Mijaíl Bajtin publicó un estudio sobre Dostoievski el que cuestionaba el origen épico de la novela, mostrando que en realidad esta derivaría de los ‘géneros paródicos y carnavalescos’, que instalan el dialoguismo o pluralidad de voces dentro del texto como principio estructurador.
Un segundo estudio de Bajtin (prohibido por la dictadura soviética hasta 1963) amplió esta teoría que ponía en entredicho las jerarquías establecidas por la academia y rescataba los géneros considerados marginales. Dedicado a Rabelais, el ensayo mostraba las relaciones profundas entre el carnaval y el polifonismo narrativo.
Siguiendo esa pista, podemos encontrar varias pruebas del vínculo entre las literaturas satíricas y el Carnaval, entendido no tanto como tema sino como procedimiento literario, basado en la inversión de los valores consagrados y en la parodia desacralizadora de los modelos convencionales.
Es el caso de la poesía burlesca de trovadores como Francois Villon, de la picaresca española del Siglo de Oro y, muy especialmente, de Cervantes, cuyo Quijote no es otra cosa que una monumental parodia o carnavalización de las novelas de caballería.
En el siglo XX, la carnavalización tiene un nuevo impulso con la liquidación de los imperios coloniales, lo que conlleva el progresivo desmontaje del eurocentrismo y la apertura a nuevas concepciones de la historia literaria.
Por las mismas fechas en que Bajtin analizaba a Rabelais, varios escritores brasileños congregados bajo el rótulo del Modernismo y encabezados por los hermanos Oswald y Mario de Andrade, desarrollaron la teoría de la antropofagia, basada en una asimilación paródica de las culturas metropolitanas. A través de manifiestos, novelas, ensayos y poemas, teorizaron y practicaron una deconstrucción radical de los modelos literarios europeos.
El proceso de carnavalización, antropofagia y parodia habría de acentuarse en la literatura de América Latina. El crítico Emir Rodríguez Monegal afirma que “En gran medida, la obra de Huidobro, de Vallejo y Neruda, de Paz en sus mejores momentos, contiene la semilla de una deconstrucción de los grandes modelos líricos”.
Un precedente posible aunque involuntario sería Rubén Darío, cuyas Prosas profanas pueden leerse como una desentronización kitsch de la cultura decimonónica del Viejo Mundo.
En cambio, la obra de Jorge Luis Borges es un ejemplo de parodia y desacralización ejercidas con plena conciencia. Según Monegal, “Lejos de ser un europeísta que repite fórmulas consagradas en la metrópoli, Borges es el bárbaro que ‘antropofagiza’ la cultura occidental. Sus lecturas de Dante o Cervantes construyen homenajes irrisorios, a través de los cuales lo que se exalta es precisamente lo contrario de lo que la crítica académica lee en aquellos clásicos. Es su irreverencia, su monstruosidad, lo que los textos de Borges ponen a la vista”.
Las huellas de la carnavalización, la antropofagia y la parodia también pueden encontrarse en el barroquismo delirante de Lezama Lima, en su renuncia al sentido lógico y en su apuesta a la deconstrucción metafórica. Más recientemente, ciertas obras de Roberto Bolaño parecen adscribirse a operaciones satíricas similares, mostrando la fertilidad de ese camino emprendido por las letras latinoamericanas.
Vos no eras vos
Giovanna Rivero
El Carnaval te daba miedo. Todo se transformaba de un modo tan incontrolable que temías desaparecer en ese vértigo de personas que mutaban, cuartos que chupaban sus muebles hacia las esquinas para dar lugar al baile, al agua, a los gritos y grititos.
Te daba vergüenza confesar tu pánico.
A los otros les encantaban esos tres días de horror. Los dos primeros días parecían como de constante preparación, de entrenamiento, como si la gente se alistara para una especie de gran verdad a revelarse ese tercer día fatal.
Llegaba entonces el martes y vos sabías que la mañana luminosa era una bomba de tiempo. Disfrazada de cielo claro y pajaritos contentos, la mañana se desgranaba en la tarde más terrible. Nada podía detener la espantosa gradación de las cosas. Las risas más estridentes, el agua más resbalosa, la carne sangrando lentamente en la parrilla. Y siempre alguna pelea feroz que te obligaba a buscar refugio en los cuartos traseros.
Ese Carnaval iba a ser idéntico a los anteriores aunque tu abuela estuviera enferma, tose y tose en su pieza de Mentisán, apoyada en un montón de almohadas, como una reina.
Cuando la casa era ya un barco a punto de naufragar y las mujeres, tu madre incluida, parecían felicísimas de tener la ropa pegada a los muslos por los sistemáticos baldazos de agua que se arrojaban, te recluiste en el cuarto de planchar. El olor a lejía te tranquilizaba. Hundir tu cara en las prendas de algodón, morderlas. Entonces se acercó tu padre y te ordenó participar. Te negaste con la cabeza.
Vení, no seas maricón. ¿O qué?
Llorabas. No podías evitarlo. Tu padre odiaba que lloraras. Te voy a poner una bata, decía, una batita rosa pa’que te sintás cómodo llorando.
Te escapaste por un costado y te metiste en el horno de barro.
Salí, lloronazo, te decía tu padre.
Le gustaba enojarse, montarse en el caballo imparable de la furia.
Vos te contraías como un gato en el fondo del horno. Pensaste en tiznarte completo con los carbones viejos.
Si no salís, prendo las brasas. ¿Me oís?
Preferías morir achicharrado en las fauces de barro. Morir en la ley de tu abuela.
Dejalo, hombre, rezongó tu madre desde alguna parte que no podías ver. Su voz y la sombra de sus pechos en la pared no eran un consuelo.
Vos lo has vuelto un mariquita, un blandengue, un…
Las protestas de tu padre se alejaron hasta que por suerte el latido de la tamborita se las tragó por completo. Del carnaval eso era lo único que te gustaba, la mezcla dulce, tristona y pícara de la tambora.
Al rato saliste del horno. Tenías la inútil esperanza de que ya hubiese anochecido, que todo estuviera por acabarse y borrar de una vez, y ojalá para siempre, ese reino tenebroso de colores.
Necesitabas algo. Consuelo quizás. Piedad.
Te encaminaste hacia la pieza que siempre olía a Mentisán.
Tu abuela dormía semisentada. Respiraba a tropezones. Si no la hubieras amado tanto pensarías que era una bruja. Apoyaste tu cabeza en la orilla de la cama. Entonces sentiste el pulso tembloroso, la mano que solo una vez te había plantado un buen manazo por ponerte los tacones nuevos, por quebrar el taco a un calzado tan fino.
¿De qué tenés miedo?
Vos también te lo preguntaste. ¿Qué te asustaba tanto? ¿Las máscaras? No, no era eso. Ni siquiera las que parecían de piel humana te espantaban. Era más bien la ausencia de máscaras, las caras desnudas trastornadas por esa cosa sucia que el Carnaval les pintaba. Podías jurar que el espíritu en purga de un asesino los había poseído a todos y era precisamente esa trampa total la que te helaba el cuajo.
Mirá, dijo tu abuela con su voz de bruja, vamos a hacer una prueba: hoy vas a ser distinto.
Te ordenó que abrieras sus cajones, que le alcanzaras el neceser, que te pusieras esto y lo otro, te pasó el labial colorado por tu boquita de chico, te indicó cómo ensartarte la peluca, te permitió tomar sus zapatos, te dijo que te quería.
Cuando saliste al patio el olor a cebada casi te expulsa, pero te dijiste que vos no eras vos, que estabas protegido. Tu padre cantaba abrazado de dos amigos: “Cuando muera el Carnaval yo también quiero morir”. Lloraban los tres. Pensaste que se iba a sentir orgulloso. El hijo vencía sus terrores.
Al principio no te reconoció. Ni él ni los otros. ¿Eras… o no eras vos?
Entonces te animaste a ponerte los tacones y avanzaste despacito para no desbarrancarte desde esa nueva altura en el edén terrenal que se había desatado.
¡Papi!, dijiste.
Tu padre te miró confundido y vos alzaste los brazos, como hacían todos, festejando la vida con una alegría como de muerte. Sí, alzaste los brazos al son de la tambora. Tun, tun, tun, ardía tu corazón.
Un lugar peligroso y lleno de misterio
Liliana Colanzi
En 2004 visité la población de Rancho Nuevo (Yarumbairo en guaraní) en Isoso, atraída por el arete guasu, la ‘fiesta grande’ de los guaraníes. Ya en esa época había escuchado que las tradiciones isoseñas estaban desapareciendo, que la aparición de iglesias evangélicas en el Chaco había hecho que la gente dejara de bailar y de tomar chicha.
Llegué a fines de febrero en medio de un calor opresivo y seco capaz de provocar alucinaciones. La familia que me recibió trajo un colchón para mí que colocó bajo el alero de la casa; el chofer que me acompañaba durmió en una hamaca.
Me fascinó descubrir que los guaraníes trabajan solamente cuando quieren o cuando lo necesitan; me sorprendió también su extraordinaria generosidad (mis anfitriones comían arroz y maíz y guardaban la carne para el chofer y yo).
En Rancho Nuevo me presentaron a don Luis García, el hombre más viejo y sabio del lugar: tenía 71 años y eso era notable en una zona donde el promedio de vida era de 60 años. Don Luis me contó, mirando con desconfianza a un grupo de jóvenes que pasaba, que la mitad de la gente de Rancho Nuevo practicaba la brujería. El ipaye (el brujo bueno o chamán) estaba cansado de deshacer hechizos e incluso había llegado a matar a algunos brujos. Los guaraníes, me dijo, vivían rodeados de espíritus.
Durante los días que estuve en Rancho Nuevo me desesperó no ver señales del arete guasu. Quería conocer las coloridas máscaras de toco-toco y plumas, escuchar a los músicos. ¿A qué hora van a salir los bailarines?, preguntaba, y la respuesta invariable era un enigmático “más tarde”.
Don Luis se reía de mi impaciencia. Me explicó que los carai (blancos y mestizos) no entendíamos el sentido del tiempo de los guaraníes: nadie ponía hora o fecha a las cosas porque nada se hacía por obligación; las cosas simplemente sucedían en el momento en que estuvieran listas. Así, el arete guasu podía durar una semana o un mes, o no realizarse en absoluto.
La cuarta noche escuché el sonido de la tambora y unos jóvenes vinieron a contarme que el arete guasu había comenzado. En medio de la noche aparecieron los aña con sus máscaras de plumas: ellos eran los que facilitaban el contacto con los espíritus; otros decían que se trataba del diablo mismo que salía a divertirse.
Los aña se mezclaron con los bailarines, que danzaban en pareja, abrazados. Corría la chicha y los músicos tocaban en estado de trance; dos de ellos tenían cajitas, otro una tambora y el último interpretaba un instrumento rarísimo construido con una manguera y una botella de plástico.
Algunos jóvenes se incorporaron a la danza, pero la mayoría se limitó a mirar. Ninguna chica bailó, solo las mujeres mayores.
Pensé que estaba presenciando una tradición que no tardaría en extinguirse; me pregunté si el animismo guaraní terminaría siendo remplazado por el Cristo de las iglesias evangélicas. Esa noche, en medio del Chaco, algo se encendió con el inicio del arete guasu: el mundo todavía era un lugar peligroso y lleno de misterio.
Carnaval
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Han pasado 25 años desde la única vez que asistí al Carnaval de Oruro. Estábamos Julio, Juliette, Francine, Pepe y yo. Hoy, Pepe muerto, y las inglesas como si. Ya ni sabemos. Pero quedan imágenes en medio de la borrachera: corridas detrás de las bandas, por las calles, escanciando cerveza en las paredes, meando las esquinas, ateridos de frío y combatiéndolo con sucumbés cuyos vista y sabor se me escaparon.
Latas rojas de cerveza Centenario, algún dinero para comer, la hospitalidad de los humildes, sexo entretenido y silencioso en el dormitorio común, qué más puede pedir un joven y qué más puede dar la juventud. Volver a los diecisiete, aunque entonces ya pasaba los 20, es patraña franciscana. Qué viva el futuro y rescatemos en prosa o verso lo que valga del pasado, pero ¿retornar a él?, gracias, paso.
Oruro es ciudad de gente afectuosa, hospitalaria como dije, pero nunca he encontrado la belleza que le afirman los poetas, quizá porque no viví allí.
No hay insulto en disgustar de un poblado, como no lo hay en detestar músicas, literaturas y políticos parlanchines. Respeto la esencia de la individualidad y del derecho a opinar y disentir. Y el derecho de romper la crisma también a alguien que exagera en su disgusto de ti. Contradicciones que valen, digan lo que digan y piensen lo que piensen.
Si alguna vez he lindado en mis pasos el alma de lo surreal fue allí. No en los senos blancos de Francine, sino en lo que llamaban ‘el alba’, reunión de muchísimas bandas tocando al mismo tiempo, cada cual lo suyo, entre morenadas, diabladas, sayas o Talacocha e Ingavi de la militarada poco insigne de la patria.
Presenciar aquello, al amanecer, cargado de alcoholes por horas, de baile y correteo, oliendo a febril sexo, no tiene parangón. Como si se conjuncionaran en uno los estertores de las culturas ancianas, y erizasen los escasos vellos indios de mis brazos, la sangre íbera que danza en mí, come y fornica, al lado de su enemigo, con el que convive dos décadas por no decir 500 años.
Es que el alba significó para el presente, yo, la suprema expresión del mestizaje. Tanto discutir, ensayar, perorar y criticar acerca de los orígenes, culpas, responsabilidades y demás patrañas que apuntan siempre a justificar algo, y estos trombones, tubas, trompetas, tambores, lo reducían muy simple en piezas que bailábamos con la parsimonia nativa y la exageración blanca, que con el trago se volcaba a la inversa y ofrecía la orgía indígena y la pechoñería europea, sin pausa, música tras música, mientras las caseras revientan huevos y el sucumbé pone en el aire vapor de singani barato.
Dicen que en Brasil el Carnaval es la revolución social. Tal vez; cómoda revolución que luego de un mes de jolgorio termina en el cementerio enterrando a Momo, el zombi más importante del mundo, el muerto vivo que es rey. Guardo la alegría, la misma de Vadinho en Jorge Amado, parecida a la de los quechuas de Claudia Llosa, los días en que Dios no ve.
El Deber – Santa Cruz