La suerte en hojas de coca

Juan Antonio Morales*

MORALES Las sorprendentes declaraciones del magistrado Cusi han dado la vuelta al mundo entero. Los expertos en probabilidades dirán que fallos basados en la manera de caer de las hojas de coca no son peores que las decisiones, muchas veces poco informadas, que toman los jueces. Más aun, los resultados con un procedimiento puramente aleatorio como es el de las hojas de coca tienen el mérito de ser insesgados: los yatiris acertarán en promedio. Serán mejores que decisiones sesgadas políticamente.

Se podría estar llegando a la paradoja de que el puro azar conduce a mejores decisiones que las basadas en una consulta literal y descontextualizada de leyes, además mal escritas y ambiguas.



Las declaraciones del magistrado Cusi no han hecho sino evidenciar el triste estado de nuestro Poder Judicial, pero sería injusto atribuir todo el problema a los jueces. Es mucho más de fondo, viene de la saturación de causas en los tribunales, de la escasez de recursos y de las presiones políticas a las que están sometidos los administradores de justicia. La presión más maligna es la de que si no fallan en el sentido deseado por el poder político les iniciarán inmediatamente un juicio por prevaricato.

La ex presidenta de la Corte Suprema de Justicia Beatriz Sandoval declaraba el año pasado (La Razón, 13/10/2011) “estamos con un 86% de detenidos sin sentencia, eso origina inseguridad jurídica. Otro tema que afecta es la estabilidad, los jueces tienen miedo a ser procesados, no tienen la libertad de dar sus fallos con base en su conciencia y la ley”. Esa declaración debía haber tenido mucho más eco. Es admirable cómo en el país nos conformamos con este estado de cosas.

Debido a la saturación, los juicios se prolongan, valga la redundancia, hasta el día del Juicio Final. Los plazos procesales no se cumplen por la saturación y porque tanto querellantes como querellados los extienden con argucias.

Debido también a la saturación hay casos en que los jueces no tienen tiempo para leer los expedientes ni compulsar todas las pruebas, lo que les hace fallar en el sentido más fácil, a favor del más poderoso. Cuando ese poderoso es el Estado, la solución es más fácil todavía. Olvidan a menudo que una gran conquista de la democracia ha sido la de poner frenos en la legislación a los abusos del poder político.

Pobre del ciudadano que tenga que ir a los tribunales, especialmente si se trata de un juicio penal. Puede que se empantane en un juicio, que dure entre ocho y diez años, si es que antes no lo arrestan en calidad de detenido preventivo hasta las calendas griegas, en mazmorras insalubres.

A veces fiscales y jueces tienen el gatillo fácil, primero disparan y luego preguntan. Tampoco suelen distinguir entre un cogotero y un honesto ciudadano, acusado políticamente, con un pretexto cualquiera. No puede ser, en efecto, que 86% de los reos esté sin sentencia y que en el año 2011 se haya producido un incremento de 22,4% de la población carcelaria. Además de los daños a la integridad física y a la reputación de los encausados, los costos pecuniarios que tienen que asumir son muy sustanciales. Hay también costos evitables para el Estado y, en fin de cuentas, para el contribuyente.

El principal cometido de un Gobierno es el de proveer bienes públicos, es decir bienes que no pueden ser apropiados privadamente. Seguridad y justicia son bienes públicos esenciales, que tienen que ser provistos por el Estado. Les corresponde a los gobernantes proporcionar a todos los ciudadanos estos bienes. La historia, que es un juez implacable, los juzgará si fallan en esta tarea. La mala administración de justicia no sólo tiene costos para sus víctimas; tiene también costos sociales de gran magnitud, siendo uno de ellos, no pecuniario pero importante, el de la credibilidad.

*Profesor de la Universidad Católica Boliviana y ex presidente del Banco Central de Bolivia. Con detención domiciliaria desde hace seis meses.

Página Siete – La Paz