Pena de muerte

José Gramunt de Moragas, S.J.

GRAMUNT ¿Por qué trato este asunto si en Bolivia no está legalizada la pena de muerte? Ante todo, porque la semana pasada se cometieron los asesinatos de los dos hermanos periodistas Peñasco. A raíz de esos hechos criminales con todas sus agravantes, no faltaron algunos exaltados que pidieron la vigencia de la pena de muerte para crímenes de especial gravedad. Recordemos los sucesos de Achacachi, donde unos delincuentes fueron quemados con gasolina. Y, sin ir más lejos, el pasado domingo en la Ciudad de El Alto, otro presunto ladrón fue quemado vivo como una antorcha humana, seguramente cumpliendo la justicia originaria.

La justificación que suele darse a la demanda de la pena capital es el crecimiento de la inseguridad ciudadana. El crecimiento incontrolado de las ciudades, seguido de la aparición de barrios miserables en donde no hay rey ni ley. La destrucción de la familia, así como el libertinaje de las costumbres, la incapacidad de la policía para prevenir, capturar y entregar a la justicia a los delincuentes, e incluso las redes de complicidad entre policías y malhechores, se suman al estado de zozobra en que viven los ciudadanos pacíficos.



Es más, desde que el nuevo Estado admitió la justicia comunitaria, aumentaron los casos de asesinatos cometidos por la misma comunidad local, como los dos ejemplos mencionados anteriormente. Pero todavía peor es la impunidad en que han quedado aquellos hechos. ¿Y si la pena de muerte se exigiera también para quienes se toman la justicia por su mano y ejecutan a supuestos delincuentes?

Las autoridades gubernamentales han repetido que los usos y costumbres de algunos pueblos originarios no practican la pena capital. ¡Ya lo estamos viendo…! Pero la Constitución Política del Estado la prohíbe. En consecuencia, ninguna comunidad podría alegar exención alguna de la ley general que proscribe esa extrema sanción. Y sin embargo, ocurre. Entre otros motivos, porque los usos y costumbres, en lo que se refiere a la delincuencia y a sus correspondientes sanciones, no ha sido ni puesta al día de acuerdo a normas universales como los Derechos Humanos, ni esa justicia especial se ha escrito en códigos para conocimiento público. En resumidas cuentas, la justicia de cualquier grupo originario debe ser armonizada con la norma suprema que es la Constitución Política del Estado Plurinacional.

Quienes creemos en Dios, sabemos que sólo Él es dueño de la vida y de la muerte, sobre las que ninguna potestad humana puede disponer a su arbitrio. A pesar de que este principio es inconmovible, le costó muchos siglos a la humanidad el comprenderlo y practicarlo. La historia testifica la dureza de mente y corazón del ser humano – hasta nuestros días – para aceptar que sólo Dios puede disponer de la vida, aún del más pequeño e indefenso de los seres humanos. Léase, el concebido y no nacido.

Aunque la tendencia vindicativa del ser humano se manifieste con frecuencia exigiendo la muerte del que ha delinquido contra los valores humanos fundamentales, (el asesinato, la violación, el incesto, la traición a la Patria), la pena de muerte como sanción penal fue abolida en la mayor parte de los países. Pero todavía sigue vigente en varios países. El campeonato lo ganó China en el año 2004, con 3.400 ejecutados. Para vergüenza de lo que llamamos Occidente, todavía se practica en algunos estados de Norteamérica. En el 2003, fueron condenados a la pena capital 65 personas.

¿Por qué trato este asunto si en Bolivia no está legalizada la pena de muerte? Ante todo, porque la semana pasada se cometieron los asesinatos de los dos hermanos periodistas Peñasco. A raíz de esos hechos criminales con todas sus agravantes, no faltaron algunos exaltados que pidieron la vigencia de la pena de muerte para crímenes de especial gravedad. Recordemos los sucesos de Achacachi, donde unos delincuentes fueron quemados con gasolina. Y, sin ir más lejos, el pasado domingo en la Ciudad de El Alto, otro presunto ladrón fue quemado vivo como una antorcha humana, seguramente cumpliendo la justicia originaria.

La justificación que suele darse a la demanda de la pena capital es el crecimiento de la inseguridad ciudadana. El crecimiento incontrolado de las ciudades, seguido de la aparición de barrios miserables en donde no hay rey ni ley. La destrucción de la familia, así como el libertinaje de las costumbres, la incapacidad de la policía para prevenir, capturar y entregar a la justicia a los delincuentes, e incluso las redes de complicidad entre policías y malhechores, se suman al estado de zozobra en que viven los ciudadanos pacíficos.

Es más, desde que el nuevo Estado admitió la justicia comunitaria, aumentaron los casos de asesinatos cometidos por la misma comunidad local, como los dos ejemplos mencionados anteriormente. Pero todavía peor es la impunidad en que han quedado aquellos hechos. ¿Y si la pena de muerte se exigiera también para quienes se toman la justicia por su mano y ejecutan a supuestos delincuentes?

Las autoridades gubernamentales han repetido que los usos y costumbres de algunos pueblos originarios no practican la pena capital. ¡Ya lo estamos viendo…! Pero la Constitución Política del Estado la prohíbe. En consecuencia, ninguna comunidad podría alegar exención alguna de la ley general que proscribe esa extrema sanción. Y sin embargo, ocurre. Entre otros motivos, porque los usos y costumbres, en lo que se refiere a la delincuencia y a sus correspondientes sanciones, no ha sido ni puesta al día de acuerdo a normas universales como los Derechos Humanos, ni esa justicia especial se ha escrito en códigos para conocimiento público. En resumidas cuentas, la justicia de cualquier grupo originario debe ser armonizada con la norma suprema que es la Constitución Política del Estado Plurinacional.

Quienes creemos en Dios, sabemos que sólo Él es dueño de la vida y de la muerte, sobre las que ninguna potestad humana puede disponer a su arbitrio. A pesar de que este principio es inconmovible, le costó muchos siglos a la humanidad el comprenderlo y practicarlo. La historia testifica la dureza de mente y corazón del ser humano – hasta nuestros días – para aceptar que sólo Dios puede disponer de la vida, aún del más pequeño e indefenso de los seres humanos. Léase, el concebido y no nacido.

ANF