Róger Cortés Hurtado
En un reciente artículo publicado en “El País”, el sociólogo español Enrique Gil Calvo rescata la frase del filósofo conservador Oakeshott de que “la retórica contemporánea del poder fluctúa entre la política de la esperanza, típicamente progresista, y la política del temor, más propia del pensamiento conservador”.
Tres siglos antes que Oakeshott, otro inglés, Thomas Hobbes, considerado por muchos como el fundador de la ciencia política, postula que el miedo es una pieza clave de la edificación y sostenimiento del poder, ya sea mediante su ejercicio metódico o, como él recomienda, a través de la explotación del profundo temor que produce en las personas la vigencia de un estado de incertidumbre continua (en un “estado natural”, que simboliza en el pensamiento hobbesiano la violencia de la revolución inglesa del siglo XVII). Esto, sin olvidar que antes Maquiavelo ya había hecho célebre aquello de que para los que detentan el poder es mejor ser temido que amado.
El poder constituido, expresado aquí en el Gobierno masista, ha llegado a un punto de su desarrollo en que asume que para prolongarse (infinitamente, según deseo expresado por su jefe, símbolo y árbitro supremo), las referencias y relaciones de su práctica y discurso con la esperanza que sirvió para ungirlo tienen que conjugarse con el miedo.
La identidad de izquierda y progresismo del MAS provienen de su arraigo popular y la capacidad que tuvo de expresar inicialmente ese origen; su transición al centro se vincula a la consolidación de capas enriquecidas de antiguos colonizadores y flamantes burgueses burocráticos, como cabeza y centro de un gobierno, que hipertrofia la máquina estatal, con el propósito de incrementar los réditos de los sectores comerciales y especulativos a los que favorece, antes que por un compromiso con los trabajadores o con la idea de construir un estado del bienestar.
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Vemos ahora cómo vira de aquella última posición hacia el conservadorismo franco y regresivo, donde el uso de la intimidación, cada vez menos selectiva, y la negociación prebendal se imponen como los recursos principales para garantizar su permanencia en el poder. Se inició ese camino, socapando los secretos de los represores de las dictaduras, y se lo extiende y afianza hoy utilizando la “acción cívica” castrense en una estrategia de desarticulación de las organizaciones indígenas y neutralización de sus dirigentes, con un estilo indistinguible de la doctrina de “seguridad nacional” de los años 70.
Los resultados de su último congreso ratifican, en táctica, discurso y ajustes orgánicos un endurecimiento de las tendencias conservadoras, al concentrar y amalgamar la intimidación y el proselitismo electoral. El centro de la argumentación que ya empieza a emplearse para justificar una nueva elección del individuo indispensable (cabeza visible de un grupo de otros indispensables) es asegurar que la “obra del cambio” no se interrumpa o desmorone. El temor funciona aquí a través de la sugestión de que es “el elegido”, no la comunidad, quien puede impedir la catástrofe con que se nos amenaza.
La realidad del entronizamiento de esta narrativa oficial por el Gobierno boliviano muestra una curiosa sintonía con lo que pasa en Europa, según la descripción del mencionado Enrique Gil Calvo: “La retórica del amedrentamiento utiliza (la referencia) del padre estricto, (quien busca) generar (…) un consenso unánime que pueda traducirse en apoyo electoral al poder (para) desmovilizar, inhibir y acallar a todos por igual, imponiéndoles una estricta disciplina simbólica capaz de dominarlos moralmente. Y todo ello con objeto de obtener de buen grado su conformista consentimiento por unanimidad”.