Guirigay en Cochabamba


Álvaro Vargas Llosa

vargas jr Acaba de realizarse la 42 Asamblea General de la OEA en Cochabamba, Bolivia. Es la reunión anual cumbre de este organismo, en teoría el más importante del hemisferio occidental.

Se suponía que iban a hablar de seguridad alimentaria, asunto harto importante en una región donde todavía hay 60 millones de personas subalimentadas, de las cuales la tercera parte son niños. Pero (me temo que muchos lo previmos) no se dedicaron a hablar de eso los dignatarios reunidos allí, al menos no los de los países que más sobresalen en estas cosas. ¿Y de qué hablaron? Básicamente de cómo impedir que los ciudadanos que ven agotadas sus posibilidades de que se les haga justicia en sus propios países acudan a una instancia interamericana y de cómo impedir que un organismo dependiente de ella que se ocupa del tema de la libertad de expresión llame la atención a los gobiernos que la vulneran. Todo esto en medio de gestos contra Estados Unidos, como el abandono por parte de los países del ALBA –la alianza populista dirigida por Venezuela y en la trastienda Cuba— de un tratado defensivo continental.



Aunque se aprobó una Carta Social, que se suma a la Carta Democrática Interamericana ya existente, su contenido es tan lírico y su falta de aplicación práctica tan evidente que es improbable que tenga un seguimiento por buen tiempo. Lo que en cambio sí quedó muy claro es que para un conjunto de países empeñados en deteriorar las instituciones republicanas y hacer campear el autoritarismo el enemigo es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Ocurre que en este esfuerzo tienen la simpatía, a veces abierta y a veces solapada, de muchos gobiernos respetables de centro izquierda y centro derecha a los que también incomoda este organismo autónomo de la OEA.

Brasil, que fue denunciado hace algún tiempo por la construcción de una hidroeléctrica, y Perú, que acumula una serie de denuncias allí por razones varias, algunas más discutibles que otras, son sólo dos casos. Ven con buenos ojos la idea de reformar el organismo a fondo y les viene bien que los gobiernos populistas lleven la voz cantante mientras ellos sonríen en la trastienda.

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Sin embargo, las propuestas de reforma que ha planteado la alianza de países capitaneados por Venezuela tienen un objetivo claro que no necesariamente es el de los gobiernos sensatos como Brasil o Perú: emascular por completo a esta Comisión, que por su autonomía no ha podido ser maniatada por la propia OEA, a la que pertenece. En la OEA, que es la suma de las partes, o sea de todos los gobiernos, a menudo sucumbe a la presión de algunos países. En cambio, la CIDH mantiene una férrea independencia. El gobierno de Ecuador lleva la voz cantante contra ella con apoyo de Bolivia, Venezuela y Nicaragua (Cuba no está en la OEA), argumentando que ese organismo se ha vuelto el instrumento de ONGs que quieren dañar a sus regímenes por presión de Estados Unidos (un absurdo, pues Estados Unidos ni siquiera ha firmado la Convención Interamericana que es la arquitectura legal de todo esto). Además, llevan una campaña contra la Relatoría para la Libertad de Expresión, que está bajo el paraguas de la CIDH, por razones obvias: esa Relatoría ha ayudado a poner un foco de luz muy potente sobre las violaciones a la libertad de expresión en los países del ALBA.

La ironía de todo esto es que la CIDH fue una gran aliada de los demócratas contra las dictaduras militares en el pasado. Que hoy los regímenes de la izquierda más radical la denuncien con tanto encono emparenta a estos gobiernos con aquellos, a los que periódicamente denuestan.

El sistema interamericano, en un continente muy poco integrado y donde no hay todavía un consenso sobre las cuestiones básicas, es de por sí débil. Sus organismos son precarios, o al menos insuficientes para hacer prevalecer la Convención. Una de las pocas cosas que funciona más o menos como se previó es la CIDH y, aunque con menos peso, la Relatoría, de mucho más reciente creación. A menudo comete excesos y no siempre discrimina bien entre las demandas que le llegan. Algunos reclamos de gobiernos acusados por ese organismo ante la Corte Interamericana son más o menos ciertos. Pero, hechas las sumas y restas, lo que la CIDH aporta es infinitamente mejor que lo que quita. No es de extrañar que los gobiernos se sientan incómodos con ella y especialmente los que más derechos violan. Para eso, precisamente, fue creada.

Por lo demás, que se reúna una Asamblea General de la OEA en el peor contexto internacional del último medio siglo y en un momento de progreso significativo en buena parte de América Latina para hablar prioritariamente de esto ya es grave. Pero que, al dedicarle tanta atención, trastoquen el sentido elemental que tiene una CIDH digna de ese nombre, es especialmente penoso.

El Mundo – España