Enrique Fernández García
“La elección entre libertad y servidumbre es simple y clara, y no ofrece ninguna vía intermedia para aquellas almas débiles a las que les gustaría eludir una decisión”. Ralf Dahrendorf
A veces, para evitar la guillotina, un hombre pacta con los que le habían impuesto ese destino. Generalmente, cuando se hacen estos acuerdos, la traición aparece y termina con amistades que parecían eternas. Son incontables las personas que, aduciendo el derecho a defender su bienestar, han intentado justificar esa deslealtad. Tal como lo sostiene Jeremy Bentham, entiendo que el rechazo al dolor es algo natural. Salvo aquéllos que tienen problemas patológicos, nadie gusta del sufrimiento. Ello vuelve comprensible que, cuando se ofrecen alternativas para eludir un castigo, nos detengamos a pensar si vale la pena ser intransigentes. Aclaro que un individuo de principios notables, cuya conducta los refleja sin cesar, se resistirá siempre a cualquier transacción. El problema es que la mayoría de los mortales no procede así, perturbando luego sus propios intereses.
Son muchos los sujetos que, con tal de no perder sus bienes, aceptarían las condiciones fijadas por un tirano. Hay ejemplos irritantes en el área de la economía. Ocurre que las relaciones de unos cuantos empresarios con la dictadura son tan apasionadas cuanto nauseabundas. Lo que más molesta es la conversión sufrida por esos ciudadanos, pues, antes de alabar al régimen, criticaban sus acciones. Aunque restringida al ámbito económico, esta salvaguarda de la libertad los volvía dignos. Pero la tutela democrática se transformó en amor por el totalitarismo. El milagro se produjo gracias a cargos, licitaciones, permisos para exportar sus productos y, ante todo, la garantía de que no serían encausados por los jueces del oficialismo. Esto facilitó el exterminio de los miembros menos corruptos. Es obvio que, cuando no sean útiles, ése será también el fin de los circunstanciales socios.
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Las alianzas entre opositores suelen resquebrajarse por el caudillismo. En este tipo de sociedades, lo normal es que todos los políticos se crean redentores. Ellos pueden soportar, de modo extraordinario, participar en bloques que persigan la derrota del Gobierno. Lamentablemente, la lucha grupal se hace difícil por el deseo de subordinar a los correligionarios. Porque lo insólito es que alguien se inmole a favor de quien tiene similares pretensiones políticas. A la postre, en el afán de ser los únicos héroes del país, algunos consienten las agresiones al compañero. Con este propósito, en diversos escenarios, se celebran convenios que aprueban un liderazgo absorbente a cambio de regalar una resistencia nada firme. Es que, como se anhela exhibir un barniz democrático ante el resto del mundo, la presencia de opositores resulta forzosa.
La tiranía no acepta el sometimiento momentáneo de sus súbditos. Puede jugar con ellos, anunciarles que, merced a sus astucias e hipocresías, se librarán de los acosos del sistema. La verdad es que no considera insustituible a nadie. Hasta sus militantes son meras piezas que sirven para conquistar más espacios de poder. No es fácil encontrar una utilización tan indigna de los seres humanos como la que, sin excepción, se nota en estos procesos. Pese a eso, existen espíritus que se creen valiosos, indispensables para los enemigos de la civilización. Por fortuna, el tiempo se ocupa de probarles que, aun cuando hayan cometido infidelidades, efectuadas para sobrevivir en los dominios del autócrata, esas incongruencias reñidas con la ética tienen castigo. Por eso, en el mejor caso, su envío al infierno puede ser únicamente postergado. La negociación con los demonios nunca quedará impune.