¿La Paz, con valium?


Iván Arias DuránVolví a La Paz, en realidad no sabía aún a dónde llegaba, a mis cuatro años. Recuerdo un largo, duro y frío viaje en la entonces afamada flota Galgo. El polvo de más de 22 horas a través de una carretera de tierra y huecos no sólo impregnaba mi lengua sino mis pulmones y mis ojos. Mi madre, joven moza valluna, me traía de la apacible y templada Vallegrande a la sede de Gobierno para que iniciara mis estudios primarios.“No quiero que sea un poblano, quiero que sea alguien”. Mi mamá, años antes, ya había intentado suerte por esta cuna de tiranos y había logrado establecerse con un trabajo duro pero digno. Como a todos, a tempranas horas del amanecer, el impresionante hoyo, lleno de nubes y protegido por las cumbres nevadas a la cabeza del Illimani, despertaron mi admiración y miedo. Nunca había visto tanto hielo en altura ni tanta nube abajo: era como si la belleza del amanecer me presagiara el descenso a lo desconocido.Vivíamos en el Garaje Romero, un conventillo de trabajadores de la fábrica de Calzados García en la que mi papá laburaba. Estudié mis primeros años en el colegio San Antonio de Padua, ubicado por Churubamba, lugar donde se fundó La Paz. La grandeza, limpieza y férrea disciplina de este colegio me enseñaron que “para ser alguien”, como siempre decía mi mami, había que esforzarse y sufrir. Todavía aguanté las consecuencias de la vieja pedagogía que sustentaba que “la letra entra con sangre”. Como todos los que no tienen casa propia, nos trasladamos a la avenida República, cerca del trabajo de mi mamá, que era la Maternidad 18 de Mayo. Mi “Mama Teolinda”, así le llamaba a una señora que se encargaba de cuidarme en ausencia de mi madre, junto a su esposo que trabajaba como maquinista en ENFE me hicieron conocer el mundo de los fierros y los rieles.Desde temprana edad me toqué con la política. Retornando del colegio a mi casa, antes de cruzar el puente que unía la estación de ferrocarriles con “la Vita”, noté que estaba cerrado por miles de personas que se agolpaban al paso de un féretro. Las bandas militares tocaban música fúnebre, la gente lloraba, gritaba y echaba flores a un ataúd que era cargado por militares muy bien uniformados con rumbo al Cementerio General. Llegando a mi casa le conté a mi madre, que también se encontraba vestida de negro. “Han matado al presidente Barrientos -sollozaba- estoy yendo al entierro. Tu papá, como dirigente fabril, está acompañando la procesión”.Año después y bajo el lema materno de “casa propia aunque en el culo del mundo”, nos fuimos a vivir a Ciudad Satélite, en El Alto. “Yo no voy a ir a ese desierto”, protestó mi padre. “Si quieres vienes, si quieres te quedas pero ya tenemos casa de la Conavi”, le dijo mi madre y sin chistar empezamos a empacar para cargar al camión International que vendría a recogernos en dos días. De esa manera empezamos otra etapa de nuestras vidas en El Alto. Nuestra casa estaba al final del plan 405, al frente sólo había una pampa llena de paja brava, las calles todas eran de tierra y nos transportaba a la ciudad de La Paz una sola línea de bus. La Ceja de El Alto se caracterizaba por la estación de ferrocarril y unas cuantas casitas dispersas. La avenida Naciones Unidas era la única vía para subir o bajar al centro, pues el resto se caracterizaba por una serie de barrancos y cerros que invitaban a la aventura de escalar o descender.Terminé mi primaria en la escuela Vicente Donoso Torres. Mi hermana y hermanos siguieron el mismo camino. A la edad de 11 años me fui a estudiar a Cochabamba, al internado Juan XXIII, en el que estudié siete años y del cual salí bachiller. Años grandiosos que marcarían mi vida. Retorné a La Paz y, por esos percances que te da la vida, ingrese al cuartel siendo destinado a la Policía Militar (PM) de San Jorge. La historia de mi periplo por el servicio militar la escribí en un diario que llenaba cada día y que después de diez años lo publique bajo el título Diario de un sarna. En ese año de servicio militar me tocó estar activamente en eventos centrales de la política nacional y que mostraron el valor de los paceños. Era el año 1977 y estando de guardia en la casa del general Villalpando pude ver cómo el otrora poderoso presidente Hugo Banzer era traicionado y obligado a renunciar a favor de su alfil, el general Pereda. El “general verde”, como le llamaban al también golpista, no aguantó mucho tiempo en su cargo, pues, en una revuelta que se originó en la PM, lo cambiamos por el general Padilla.Ya en la vida civil y en la universidad, estuve junto al pueblo luchando contra los intentos de cortar la democracia, contra el golpe de Natusch Busch y la dictadura de García Meza. La Paz me enseñó el valor de la lucha social y de la entrega por una causa común y justa. Los paceños nos enfrentamos a los tanques de Natusch y a las balas asesinas de un narco. La Paz, su resistencia y ejemplo para el país permitieron derrocar y desterrar los intentos dictatoriales gracias a lo cual los bolivianos y bolivianas vivimos estos lustros de democracia. En este aniversario, esa La Paz rebelde como cuna de tiranos y con el fuego democrático que no se apaga es la que extraño, es la que añoro, es la que quisiera que jamás se perdiera porque, en estos años, pareciera que los paceños y paceñas estamos con valium: idos, indiferentes, pasivos.Página Siete – La Paz