Insurgentes y el arte autoritario de Jorge Sanjinés


Fernando MolinaLa nueva película de Jorge Sanjinés, Insurgentes, es una pieza de propaganda política. Como tal, “tiene mensaje”, uno simple y unívoco, y trata de que el público lo comprenda y asimile sin cuestionamiento. Para asegurarse de esto recurre al viejo truco de la “emoción épica”. El patetismo de las escenas, el minucioso realismo de la reconstrucción histórica, la música, todos los elementos de la película buscan provocar que el público se conmueva, a fin de disminuir sus defensas racionales y así cumplir el objetivo propagandístico. Esta hechura contradice, casi punto por punto, la teoría sanjinesiana del “cine junto al pueblo” que se remonta a los años 70, y que entre otras cosas propone el “plano secuencia” (es decir, la reducción del montaje al mínimo imprescindible) como un medio para despertar la conciencia de las audiencias, en oposición a la frenética sucesión de planos e imágenes hollywoodense, que a juicio de este cineasta bloquea la capacidad crítica de quienes se exponen a ella. No sólo esta película, sin embargo, sino la cinematografía completa de Sanjinés refuta la teoría de su autor. Ni siquiera en su filme más complejo, La nación clandestina, hay personajes, sucesos o ideas que se atrevan a oponerse, desde dentro de la misma obra, a la visión extremadamente maniquea que tiene el director de la realidad y la historia del país.El cine de Sanjinés -digámoslo claramente- no trata de suscitar espíritu crítico, sino ánimo adhesivo: es autoritario de principio a fin. Sin embargo, logró su consagración enfrentando el peor de los autoritarismos políticos de una época en que éstos abundaban. En los años 60 y 70, las películas de este director, vaciadas en el molde del cine soviético, inspiraron a dos generaciones -también autoritarias pero que entonces eran reprimidas por el poder- a luchar en contra de las dictaduras militares. Fueron emocionantes banderas de combate. Así contribuyeron, aunque fuera contradiciendo su mensaje, a la conquista de las libertades democráticas. Esto es algo que siempre enaltecerá a Sanjinés y que no podemos olvidar.Pero tampoco podemos olvidar la naturaleza de su discurso, mucho menos ahora que éste ya no se emite desde las trincheras de la clandestinidad, sino desde el podio del poder. Seamos francos: en Insurgentes Sanjinés ya no intenta filmar por enésima vez el Acorazado Potemkim; incurre en el “realismo socialista” que se predicó contra del mismísimo Einsenstein y que llevó a Mayakovski a pegarse un tiro en el corazón. La película es tan burda que molestará a muchos, seguramente. Pese a ello, es probable que al final la mayoría de los bolivianos se someta a la “autoridad” -en el sentido medieval de la palabra- de su principal realizador. En todo caso, es indudable que éste hubiera podido conservar mejor su elevada reputación si no se atrevía a tanto.Hablando en general, nuestra preferencia por los artistas e intelectuales que trabajan movidos por el afán de imponer (Arguedas, Tamayo, Lora, Reinaga y un largo etcétera), cuya contracara perversa son los miles de Diez de Medina esforzándose por agradar, es una muestra de atraso democrático y educativo. Países como el nuestro, tan diversos en cierto sentido pero tan uniformes en otro, buscan en el arte y el pensamiento lo mismo que en la política: caudillos. De ahí la alarmante carencia de polémicas serias entre grupos y personalidades opuestas. O la falta de honestidad y responsabilidad intelectual, que salva a los teóricos de las consecuencias prácticas que inspiraron, o que permite que quienes antes opinaban “a” ahora opinen “z”, sin necesidad de hacer la más mínima autocrítica. Un sistema cultural caudillista es cíclico y en cada rotación aplasta a los que están abajo, pues busca que las minorías se sumen -o por lo menos no perturben- a las mayorías. En él no cuenta mucho qué se sostiene y con qué calidad. Lo definitivo es si ya forma parte o al menos tiene posibilidades de formar parte del “main-streem”. El otro lado de los sistemas de este tipo es que quienes están en contra, más que discrepar, tienden a actuar como disidentes (el propio Sanjinés en los 90, o ahora mismo varios columnistas y analistas “neoliberales” que no necesito nombrar).Un deber imprescindible, sobre todo de las nuevas generaciones de creadores, es pasar de la etapa autoritaria de los caudillos culturales a la etapa democrática de las instituciones y corrientes intelectuales y estéticas en competencia mutua.Página Siete – La Paz