Leyes, Institucionalidad y “Callecracia”

Pablo Javier Deheza

Con el envío de la Ley de Extinción de Dominio de Bienes a Favor del Estado al Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) se abren dos escenarios posibles. El primero se da en caso de que la norma proceda tal cual está planteada o sin observaciones de fondo. De ser así, es conveniente recordar algunas ideas expuestas por el vicepresidente Álvaro García Linera. De acuerdo a él, el Estado tiene tres ejes analíticos que son: “el Estado como correlación política de fuerzas sociales, el Estado como materialidad institucional y el Estado como idea o creencia colectiva generalizada”.

La Ley de Extinción de Dominio de Bienes a Favor del Estado, en su artículo tercero, señala que “la acción administrativa de extinción de dominio de bienes a favor del Estado es independiente, especial, no jurisdiccional, de aplicación preferente a cualquier acción que se haya iniciado, sin necesidad de sentencia penal previa contra la o el titular del bien”. En buena medida, aquí está resumido el quid de la cuestión.



La reacción social ante la amenaza implícita en la norma se hizo evidente. Transportistas y gremialistas protagonizaron sendos paros en Santa Cruz y Cochabamba. Se trata de una primera muestra de lo que ocurriría en caso de que la medida prosiga en camino a incorporarse al marco legal del país. Es evidente que esto daría pie a una nueva pulseta en las calles entre sectores de la sociedad boliviana y sus autoridades. En ese escenario, la medición de fuerzas será efectivamente el mecanismo institucional de facto que verificará si la ley entra o no en vigencia y bajo qué parámetros. Algo similar a lo que ya vimos con las leyes 180 y 222 referidas al Isiboro-Sécure, que corresponden a dos momentos diferentes de correlación de fuerzas.

Si esto es así, entonces ¿para qué tener institucionalidad? O mejor aún, ¿para qué sirve la institucionalidad que nos estamos planteando las bolivianas y bolivianos en el siglo XXI? Si lo que vamos a tener por escenario real de definición de la construcción estatal y de las relaciones de poder es la “callecracia”, entonces resultan aparentes los mecanismos formales del Estado.

Sin embargo, la cosa no es tan simple como podría suponerse. No basta con decir que debemos respetar la institucionalidad formal. Lo que tuvimos, y en buena parte lo que seguimos teniendo hasta ahora como entidades estatales, no constituye espacios históricamente atesorados y valederos para los sectores mayoritarios de la población boliviana. Esto es así porque fueron instancias en las que la cultura colonial se enquistó. Desde ahí se dio pie a exclusiones, injusticias y discriminaciones que continúan hasta nuestros días; si bien en el último periodo esto viene intentando atenuarse.

Salvo honrosas y muy contadas excepciones, es una verdad histórica que la institucionalidad boliviana no sirvió a lo largo de nuestro devenir para generar bienestar entre las grandes mayorías; antes bien fueron instrumentos de dominación y repartición de inequidades.

De darse este primer escenario, se constatarán dos situaciones concretas y un corolario inaudito: primero, realmente son los sectores populares más organizados y políticamente solventes quienes, desde las calles, están forjando el nuevo rostro del país en el Siglo XXI; segundo, las organizaciones con capacidad de presencia decisiva en las calles obedecen a una cultura corporativa pero no necesariamente plural, inclusiva y con conciencia nacional; el corolario inaudito es que la nueva institucionalidad formal, el producto del proceso constituyente, tampoco está logrando hacerse querer, necesitar ni respetar.

No está consolidándose como referente válido de legitimidad por y para las mayorías. ¿Por qué si no tendrían que estar en alerta permanente y con un pie en las calles sectores importantes de la sociedad boliviana?

Es momento prudente de darle una nueva vuelta de tuerca a la reflexión y el debate sobre qué tipo de institucionalidad queremos las bolivianas y bolivianos en el siglo XXI. Finalmente, volviendo al vicepresidente García, es la fe en el Estado como materialidad institucional y creencia colectiva lo que no termina de resolverse si los ciudadanos tienen que definir en las calles el rumbo del país.

El segundo escenario posible respecto a la Ley de Extinción de Dominio es que ésta sea desahuciada por el Tribunal Constitucional u observada y modificada de tal forma que resulte otra cosa. De darse este caso, el efecto político será la construcción de legitimidad a favor del TCP; al menos en el corto plazo. Algo que podría tener un rol significativo en el escenario electoral que está a la vuelta de la esquina.

Pablo Javier Deheza es investigador social.

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