Álvaro Vargas Llosa
El puritanismo, escribió H.L. Mencken, uno de los grandes escritores estadounidenses de la primera mitad del siglo 20, es el miedo ominoso de que alguien, en alguna parte, lo esté pasando bien. No se entiende la cosa pública en los Estados Unidos sin el puritanismo, como lo ha vuelto a demostrar el caso de David Petraeus, el general más admirado del país después de Colin Powell, que acaba de perder su puesto como jefe de la CIA y, lo que es más importante, como referente moral de una nación que asocia los valores marciales con la moral pública más que ninguna otra.
Si Petraeus hubiese sido francés o español, el asunto difícilmente hubiera visto la luz del día. A no ser -y todavía eso no está claro- que además de sexo, lo que se haya enredado entre las sábanas sean secretos militares o que el general en cuestión, sabiéndose bajo investigación, haya dado una versión con respecto a otro asunto, el del atentado contra el consulado estadounidense en Bengasi, Libia, el 11 de septiembre pasado, que corroborara la versión, luego desmentida, de su propio gobierno, por temor a represalias. Pero lo más probable es que ni siquiera se hubiera planteado esta hipótesis porque al equivalente francés o español del FBI no se le hubiera ocurrido investigar al equivalente de Petraeus por un asunto que desde el inicio tenía toda la apariencia de un adulterio, no de un asunto de seguridad nacional.
Generales adúlteros los ha habido muchos en Estados Unidos, incluyendo a los más grandes: un George Custer (Guerra Civil), un George Patton (Segunda Guerra Mundial) y un Dwight Eisenhower (aunque sus relaciones adúlteras con una mujer que era su chofer militar, Kay Summersby, en sus tiempos de comandante supremo de las fuerzas aliadas, sigue siendo objeto de discusión entre los historiadores). Y qué decir de los políticos: algunos, como Gary Hart y John Edwards, no sobrevivieron a sus pecados, mientras que otros, como Bill Clinton, lo lograron a duras penas. Pero todos los casos en los que la información se conoció estando los susodichos en funciones tienen en común lo mismo: la renuncia de la sociedad y sus instituciones representativas, tanto formales como informales, para disociar la moral pública de la moral privada. En cierta forma, la incapacidad para actuar de acuerdo con el principio de separación entre el Estado y la Iglesia que en teoría impera en Estados Unidos, pero que en la práctica empapa de puritanismo parte de la vida pública.
En la sociedad norteamericana hubo desde el inicio de la República una tensión entre religiosidad y liberalismo. Los tres “despertares” religiosos entre comienzos del siglo 18 y fines del siglo 19, liderados todos por figuras evangélicas en distintos momentos (George Whitefield fue el primero), constituyeron reacciones a lo que las iglesias juzgaban que era un distanciamiento con respecto a las raíces de la república misma. Pero entre “despertar” y “despertar” hubo más que distanciamiento: hubo la idea profundamente republicana de que la libertad individual estaba en la base del modelo de Estado y, por tanto, de que la moral pública y la moral privada debían establecer un tratado de límites. Eso nunca funcionó del todo: el puritanismo siguió formando parte de la vida pública, en tensión con el principio de la libertad individual y el laicismo.
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A partir de los años 70 y como reacción a la “contracultura” o “liberación” de los años 60, se produjo lo que algunos llaman un “cuarto renacer” religioso. En cierta forma no ha terminado y lo hemos visto influir enormemente en el Partido Republicano y el Tea Party en particular, recientemente. Pero no sólo allí: en la propia prensa demócrata o liberal y en las instituciones gobernadas por la centroizquierda han interiorizado algo de este “renacer”, de tal modo que en la práctica el puritanismo sigue presidiendo la forma de ver y la forma de reaccionar ante situaciones que desatan las alarmas. La mejor prueba es que la prensa cercana a Obama ha informado escandalizada sobre el affaire de Petraeus con Paula Broadwell, ni más ni menos que lo ha hecho la conservadora, y en última instancia el Presidente, a través de su director de Inteligencia Nacional, James Clapper, tuvo que forzar la renuncia de Petraeus. Si, como dijo el Presidente Obama, no hubo nada que comprometiera la seguridad nacional en el asunto “privado” del general que dirigía la CIA, ¿por qué perdió su puesto Petraeus? La respuesta es evidente: porque en un país en el que el puritanismo todavía influye en la relación entre el Estado (o la vida pública) y la sociedad, mantener a Petraeus no era viable. Ello, a pesar de lo delicado que es apartar al jefe de la CIA cuando la guerra de Afganistán no se ha terminado, el conflicto sirio amenaza con internacionalizarse, la tensión entre Israel e Irán crece minuto a minuto y al Qaeda tiene tentáculos bien extendidos en Africa.
A la dimensión puritana de este asunto se suma otra, también profundamente arraigada en el país: el espectáculo. En principio, el espectáculo va a contracorriente del puritanismo. En realidad, se retroalimentan y potencian de tal modo que todo asunto público que entraña una violación de la moral pública tal y como la fija la tradición puritana cobra proporciones mucho más graves si entra en juego un elemento espectacular. Un general de cuatro estrellas -héroe de Irak, luego el jefe de las fuerzas en Afganistán y finalmente, líder de la CIA- tumbado por una reservista convertida en biógrafa, que acosa electrónicamente por celos a una segunda mujer que a su vez la denuncia al FBI, es una historia espectacular. En el país del espectáculo, el adulterio político es el espectáculo mayor.
El caso de otro general condecorado, John Allen, comandante de las tropas de la OTAN en Afganistán, que estaba a punto de ser nombrado jefe de las fuerzas de esa organización en Europa, confirma la regla. Como es sabido, el Pentágono lo investiga por una posible relación adúltera con la mujer, Jill Kelley, que provocó la caída de Petraeus al acudir al FBI para denunciar el acoso electrónico de que era víctima a manos, ahora lo sabemos, de la amante del héroe. Si tampoco él, como lo dijo Obama el miércoles, violó la confidencialidad de los secretos militares y si sigue teniendo la “confianza” del comandante en jefe, ¿por qué se ha detenido su nombramiento en Europa y por qué está siendo investigado? En teoría, por la posibilidad de que en las 20 mil páginas de documentos que él y Jill Kelley intercambiaron podría haber secretos militares. Pero ya que el comandante en jefe ha descartado esa posibilidad, lo lógico es concluir que está siendo investigado porque hay indicios de una relación adúltera. Es decir, porque en esas 20 mil páginas de documentos hay, según las filtraciones que la prensa ha recogido frotándose las manos, “mensajes coquetos” o incluso, mensajes que se parecen mucho al “sexo telefónico”. El puritanismo y el espectáculo, otra vez, en alianza atómica.
Nada fascina más a la sociedad estadounidense que la figura del ángel caído… que se vuelve a levantar. Es casi obligatorio que toda persona de éxito sufra un gran trauma, porque de lo contrario la idea religiosa del pecador redimido no es posible. Por eso mismo es necesario que el ángel caído se vuelva a levantar. Para lo cual se le exige pedir perdón, mostrando arrepentimiento genuino, pasar por un duro purgatorio y luego emerger renovado. Lo que estamos viendo en estos días es la primera parte de la secuencia: la caída del ángel. Ya Petraeus pidió perdón y el país lo deja curar en privado sus heridas en compañía de su familia. ¿Cuánto pasará antes de que veamos a Petraeus finalmente redimido?
Cuando la gente se pregunta por qué a Bill Clinton se le perdona todo y a otros no, pierde de vista que Clinton, como otros pecadores, cumplió a rajatabla la secuencia. Antes de salir redimido de su adulterio, fue el ángel caído. Tuvo que pedir perdón y pasar por un purgatorio doloroso, antes de su redención. En cierta forma, sigue pagando el precio de esa redención, pues su devoción a la carrera política de su esposa es una forma de compensación moral, a ojos del público estadounidense, por lo que le hizo cuando ella era primera dama. De modo que Clinton no es una excepción, sino la confirmación minuciosa de la regla puritana.
¿Hay algún límite a esta secuencia? Puede que sí. El caso de John Edwards, por ejemplo. El ex senador demócrata, ex candidato a la vicepresidencia con John Kerry y ex precandidato presidencial, llevó el pecado a un límite del que quizá no haya retorno. Porque en su caso, la víctima del adulterio, su esposa Elizabeth Edwards, murió de cáncer, una enfermedad que ya padecía cuando él le fue infiel. La muerte, en el país de la pena capital, se paga con la muerte y eso es lo que Edwards está sufriendo hoy: una suerte de muerte civil, la no redención.
El aspecto espectacular de esta historia también deberá seguir su curso. No olvidemos que el reparto de actores en esta historia es notable: un general, que es la figura militar más respetada del país después de Colin Powell y a quien se atribuye una victoria definitiva en Irak, que había eludido a las tropas estadounidenses durante una casi década; una ex estudiante de Harvard y reservista convertida en periodista y biógrafa, que atrapa a un general que está encantado de ser atrapado y aparece con material clasificado en su computadora; una “socialité” de origen libanés y católica, de 40 años, casada con un cirujano endeudado que se convierte en el vínculo entre el Comando Central en la base de Tampa y la civilidad del sur de la Florida, que desata los celos de la biógrafa y a su vez ha llevado adelante una relación especialmente estrecha, no se sabe si propiamente sexual, con el hombre que tiene la delicada misión de acabar la guerra en Afganistán para 2014, y por último, un agente del FBI a quien la “socialité” contactó para que investigara el origen de los e-mails acosadores contra ella y que resultó encandilado por ella y por alguna razón, filtró la información sobre Petraeus a la oposición republicana. ¿Se puede pedir más espectáculo?
Casi todos estos personajes, hoy recatados, acabarán escribiendo memorias, ilustrando revistas e inundando los medios con abundante “psychobabble” o psicología barata. ¿Cómo lo sabemos? Porque ha ocurrido antes. Muchas veces. Esta historia se sitúa en la encrucijada donde se encuentran el puritanismo y el espectáculo.
En los próximos días oiremos hablar de la posible relación entre este escándalo sexual y Bengasi. Para los republicanos, el gobierno mintió al acusar del ataque contra el consulado que le costó la vida al embajador y a tres estadounidenses, más a una turba espontánea motivada por un video contra Mahoma. ¿Con qué objeto? Para ocultar que se trató de un atentado terrorista planificado. Como hay sospechas de que agentes de la CIA en Bengasi habían pedido ayuda a Washington porque el consulado estaba bajo amenaza, el papel que cumplió o no cumplió Petraeus es objeto de conjeturas. También su afirmación, poco después del atentado, de que se trató del acto espontáneo de una turba y no de un ataque terrorista. La pregunta que se hacen los republicanos es si Petraeus, sabiéndose investigado, corroboró la versión del gobierno por estar presionado.
Pero todo esto, aun siendo pasible de una legítima discusión política, es a mi modo de ver secundario en este drama, pues el verdadero objetivo de la acusación republicana es golpear a la Casa Blanca. Lo que está en juego más allá de la utilización política es la tradición del puritanismo y el espectáculo.
El Diario Exterior – Madrid