Tiene carácter adictivo y quienes conocen cómo se creó aseguran que no solo se buscó diseñar una plataforma tecnológica potente: también una estratégica arma emocional.
Foto: @murcielagillo
La imagen de Ryan Berry sonriendo con estudiada entrega frente al estanque del Retiro le supuso a este auxiliar de vuelo de 22 años, nacido en Dakota del Sur (Estados Unidos), un pequeño momento de incertidumbre cotidiana durante sus recientes vacaciones en Madrid. «Si no recibo al menos tres Me gusta en los próximos 15 minutos, voy a borrar esta foto», anunció con la mirada fija en su iPhone. A casi 6.000 kilómetros de distancia, un comercial español de 37 años afincado en Nueva York y llamado John de Guzmán cenaba, la semana pasada, con unos amigos. «Me siento especialmente orgulloso de no haber sacado mi teléfono ni una sola vez durante la comida», comentaría al día siguiente. «Generalmente lo tengo siempre en la mano». Berry y De Guzmán están unidos allí donde la edad, profesión y localización los separan: ambos son usuarios especialmente activos de los 90 millones que presume tener Instagram.
Con, respectivamente, 450 seguidores en una cuenta eminentemente personal y más de 27.000 entregados a un perfil de fotografía urbana, comparten algo más que una afiliación a la plataforma social de moda. Son exponentes del perfil psicológico del usuario medio de Instagram. Si Berry necesita recibir esos Me gusta para que sus seguidores vean el éxito de su foto es porque «el atractivo de esta red es un doble sistema de recompensas: nos hace sentir buenos fotógrafos y nos da la impresión de que todo lo que hacemos gusta a los demás. Ahí radica su poder adictivo», según Jason Hreha, licenciado en Tecnología persuasiva por Stanford, autoproclamado diseñador de comportamiento en Silicon Valley y actual asesor de psicología de usuarios para la consultora 500 Startups. Y si De Guzmán camina por Nueva York móvil en ristre, con la cámara encendida, es porque la aplicación «es la primera en la que pensamos al ver el mundo exterior: todo nos recuerda a ella porque fotografiamos lo que nos rodea, no compartimos nuestro mundo interior como en Facebook».
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Estas son las dos claves de la corrala virtual más endiabladamente psicológica que se haya inventado. Ya se lo confesó el profesor de Sistemas simbólicos de la Universidad de Stanford, Clifford Nass, a The New York Times, cuando recordó a Mike Krieger, su alumno y creador de Instagram: «Estaba claramente interesado en la psicología: se ve en el producto final, que no es un triunfo de la tecnología sino en el diseño y la psicología». Krieger se sumó al proyecto mucho antes de que su lanzamiento atrajera a 25.000 usuarios en 24 horas y unos 300.000 en tres semanas: su impronta fue clave en varias de las reinvenciones de la aplicación que estaba llamada a revolucionar nuestra relación con nuestro propio teléfono. Krieger apostó por una plataforma exclusivamente fotográfica con filtros nostálgicos. «A la imagen respondemos con una emotividad más pura», sentencia Lester Paul, profesor de Comunicación visual en la Universidad de Fullerton (California). «Ese aspecto de Polaroid tomada en los años 70 es importante porque una de las claves de la comunicación visual es la memoria: comparamos toda imagen con las que ya hemos visto. En Instagram tenemos nuestro mundo con un filtro asociado a lo histórico y memorable cuando en realidad es mundano y cercano. Si a eso le sumamos el que las fotos no sean necesariamente buenas, sino simples, y la simpleza hace de un mensaje algo rotundo, su éxito es más que comprensible».
Todo es, pues, un juego: jugamos a que somos grandes fotógrafos con la ayuda de unos filtros «mágicos», según Paul, y nuestros seguidores reciben un estímulo emocional. Instagram va más allá de la construcción de un yo perfecto, rodeado de amigos, que ya permitieron en su día Twitter y Facebook. «Afecta a nuestra vida porque solemos fotografiar cosas que tenemos físicamente alrededor», explica Hreha. «Lo cual obedece al impulso primario de mostrar que estamos protegidos, que somos queridos en nuestra tribu. Que somos más amados que otros. Esto explica la insistencia en fotografiar comida. Como si quisiéramos decir con una imagen de una ensalada con 39 Me gusta que no solo tenemos el terreno afectivo cubierto, sino que además estamos bien alimentados».
Tom C. Avendaño elpais.com
Instagram: ¿Otra manera de filtrar el mundo?
¿Por qué Instagram se ha convertido en un fenómeno de masas adictivo? Porque se rige por un principio básico: actuar sobre las emociones.
María Ovelar
Maniquí al cuadrado El ilustrador español José Antonio Consentino (murcielaguillo) suma 36.000 seguidores. La Fundación Cajamurcia le dedicó en Águilas (Murcia) la exposición Instantes móviles.
Foto: @murcielagillo
Ha cambiado la manera de ver el mundo y la forma de comunicarnos. Sea cual sea su devenir, Instagram, la famosa aplicación móvil, pasará a la historia. Pero como en otros casos de éxito, la polémica la rodea. Una lucha de métricas se ceba en estos días con la plataforma de fotografías. Los datos: ha pasado de 12,4 millones de usuarios activos al día (en diciembre) a 3,7 millones en enero, según la herramienta de medición AppStats. ¿Un éxodo como afirman algunos medios? No, la confusión se debe a la maraña de variables; en septiembre pasado, Instagram aseguró tener 100 millones de usuarios registrados (un dato que no se puede comparar con el tráfico diario, nada que ver). La compañía contratacó el pasado 17 de enero con más estadísticas: 90 millones de usuarios activos al mes, 40 millones de imágenes subidas al día, miles de comentarios y 8.500 Me gusta cada segundo. «Son cifras de buena salud, el tráfico mensual aumenta porque crecen los usuarios registrados. La bajada en el número de usuarios activos diarios solo demuestra que empleamos la herramienta de una manera más esporádica», matiza Javier Zamora, profesor de Sistemas de Información del IESE Business School.
Desde la conocida como crisis de la política de privacidad, desencadenada el 17 de diciembre de 2012, le han crecido los enemigos. Ese día Instagram anunció cambios que pusieron los pelos de punta a los instagramers: se abría la veda comercial y se daba la posibilidad a terceros de explotar las fotos (y a la plataforma de cobrar por ello). Permitía, por ejemplo, que una marca usara imágenes en anuncios. Según los expertos, estas medidas se deben a las nuevas presiones que recibe Instagram desde que Facebook la compró en abril de 2012. «Cuando una start-up se integra en una empresa pública, los inversores no quieren que baje la cotización de la acción», recuerda Zamora.
«Este episodio recuerda que el entorno en el que moldeamos nuestra identidad es un negocio; lo que ataca la cualidad íntima de estas redes: la sensación de privacidad», resume Yus. «Entiendo que quieran ser rentables, lo que no comprendo es que lo intentaran hacer sin contar con mi visto bueno. Ya no me siento cómodo en una plataforma que intentó explotar mis imágenes», explica a esta revista Ben Lowy, un premiado fotógrafo de guerra de The New York Times que firmó un reportaje sobre el conflicto de Afganistán con el móvil. Y añade: «Si hubieran contemplado la posibilidad de pagarme, me habría quedado». Lowy se ha mudado a EyeEm, para muchos la sucesora de Instagram (hay otras candidatas, como Starmatic o Pinterest).
Otros muchos se han quedado finalmente porque Instagram, el 21 de diciembre de 2012, solo cinco días más tarde de anunciar su política de privacidad, rectificó por una presión más fuerte que la de los propios empresarios: la de su comunidad de usuarios. Pero, a pesar de los vaivenes y las polémicas, la de Instagram es una trayectoria de éxitos, cifras rimbombantes y crecimiento meteórico. Eso es innegable. A los 10 meses, la aplicación sumaba más de 200 millones de fotos –para hacernos una idea, Flickr, la plataforma de fotos online, tardó dos años en sumar 100 millones–; en un año, 14 millones de usuarios; en 2011, varios premios a la mejor aplicación, y en abril de 2012 sorprendió con una compra sin precedentes en el mundo de las start-ups: Facebook pagó mil millones de dólares (763, 4 millones de euros) por ella.
No era la primera, ni será la última herramienta virtual para compartir fotos. Sus antecesoras –Fotolog, Flickr– dejaron el pabellón alto. Ambas pertenecen a la era del 2.0. Con el advenimiento de los smartphones (del iPhone 4 con su cámara de 5 megapíxeles), Instagram era lo que el mundo esperaba. La aplicación nacida en 2010, permite tratar y difundir imágenes con el móvil. Su secreto: unos sencillos y atractivos filtros que personalizan y mejoran cualquier instantánea, aunque esté mal enfocada y encuadrada. Lo salva todo, es el rey del retoque. Adiós botones inútiles, tipografías molestas, herramientas farragosas. Sus creadores se esforzaron por convertirla en un juego para niños. Esa es su clave. «La separación entre amateurs y profesionales es difusa, es el fenómeno ProAm [de profesional y amateur]. El coste de producción es nulo, Instagram es gratuita», plantea Zamora. También es la reina de la instantaneidad y la integración. Basta con fotografiar, pasar el filtro y dar a un botón para compartir en varias redes (Instagram, Twitter, Facebook). «Es como el resto de las plataformas sociales, da una sensación de conectividad, una conciencia ambiental, como la llama el periodista Clive Thompson», razona Francisco Yus, profesor de la Universidad de Alicante y experto en Internet.
Claro que tiene sus peros: se inscribe en una corriente muy desarrollada en el siglo XXI, la de la ley del mínimo esfuerzo. Participar en Flickr requiere pericia; se comentan imágenes y se perfecciona la técnica. Instagram sirve para subir fotos de perros, gatos, recetas… No hace falta retocar con programas como Photoshop. Las aplicaciones producen rápidamente, dan la sensación de crear arte… pero darle a un botón no lo es; ¿o sí? Las fotos de este reportaje, los profesionales que coquetean con la aplicación y las nuevas categorías de concursos demuestran que sí: Instagram va más allá.