Fabricantes de miseria


Carlos Herrera*

HERRERA OK Nunca mejor frase para definir la naturaleza de la mayoría de las sociedades latinoamericanas que la del título del libro que C. A. Montaner, A. Vargas Llosa y P. Apuleyo han escrito juntos y que presta su nombre a este artículo.

¿Por qué el desarrollo es tan difícil y lento en las democracias latinoamericanas? ¿Por qué de nuevo son los bolsillos del Estado y los de las corporaciones informales los que más prosperan y no los bolsillos de los ciudadanos comunes, que son los que generan la riqueza, es decir, producen los bienes y servicios que procuran el dinero?



Hay muchas respuestas para ello y una de ellas es que para nosotros, por una deformidad educativa e intelectual, importan más las formas que los contenidos. En otras palabras, porque no nos alcanza la cultura ni la inteligencia para ver el fondo de los asuntos. Y por eso fallamos incluso hasta en la elección de nuestras autoridades: nos sale B cuando creímos que saldría A.

La pobreza de algunos pueblos latinoamericano se explica también por su cultura palabrera, es decir, por ser países donde la palabra no vale por su acepción real sino por su simbolismo, por lo se quiere que diga o signifique, más que por lo que en sí misma dice o significa. Para nosotros la palabra no es un vehículo transmisor de ideas o de conceptos, no la usamos para la comunicación cabal, sino para simular el diálogo, cuando no para ocultar o disimular nuestras verdaderas intenciones o convicciones. Esto es así, además, porque en nuestras relaciones no rige el criterio de la buena fe, común en otros pueblos, que hace posible el verdadero entendimiento entre las personas, sino la desconfianza y la mala fe. En otros lugares cuando alguien promete fabricar un traje azul, es un traje a azul el que entrega, no un traje celeste, como es común entre nosotros los latinos.

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Y esta falta de buena fe y de conciencia sobre el valor de las palabras es una tara que impide que la comunicación fructifique para bien de la sociedad, es decir, que aliente el trabajo productivo, un fenómeno que se basa en la confianza mutua y la comunicación apropiada.

De ahí que tampoco nos preocupe mucho si los valores democráticos son debidamente entendidos y asumidos por la sociedad en su conjunto (políticos y ciudadanos). Que la autoridad abuse del poder no es un problema mientras no nos afecte directamente. Si a los demás se los llevan presos por disentir políticamente, poco importa. No se ve en la violación de los principios democráticos nada grave porque no se percibe el fondo del asunto; que en una Democracia eso no debe pasar jamás.

Esta poca conciencia sobre el significado cabal (o la connotación, mejor) de los conceptos y los valores democráticos, revela también un vacío de conocimiento peligroso. Como es peligroso que los defensores de la libertad no entiendan nada sobre la economía de mercado, o sobre la verdadera función del Estado en una sociedad democrática. Si no se entiende que una Democracia es un régimen que tiende a la limitación del Poder, es decir, a restarle capacidad de abuso y atropello, la aparición del autoritarismo es casi un hecho inevitable, y no hay economía inclusiva ni auténticamente próspera en un régimen así.

La esencia conceptual de una verdadera Democracia se define por el respeto a los derechos individuales, el fomento de las libertades, gobiernos con separación de poderes, la racionalidad como base de la educación escolar y académica y políticas de mercado para la mejor generación y distribución de la riqueza, entre un sinnúmero de otras cosas más.

Entonces, ¿adonde apunta la filosofía democrática? Apunta a que el Estado sirva a las personas, proteja su vida y sus bienes. Apunta a que el poder público se constituya de tal forma que su peligrosidad se morigere mediante la técnica de separación de poderes. A que las personas puedan escoger sus actividades productivas y puedan realizarlas en condiciones de libertad y seguridad. Es decir, nadie pueda disponer de sus bienes y de su dinero arbitrariamente mediante impuestos o confiscaciones abusivas.

Apunta a la idea de que las normas no son un adorno o una sugerencia librada a la voluntad de las personas, sino la forma racional que asumen los acuerdos sociales más importantes, por lo mismo de lo cual deben ser asumidas como de cumplimiento obligatorio por autoridades, corporaciones y pueblo de a pie. Apunta a que el trabajo de la sociedad -que es el verdadero motor de la transformación de los pueblos- no sufra el atropello y la obstrucción caprichosa de ningún sector social por más intereses legítimos que éste pueda tener. Apunta a que uno pueda disentir sin el temor a ser encarcelado por esta razón.

Apunta a que la gente entienda que la educación que se basa en la racionalidad y el conocimiento objetivo, no en el mito o el dogma ciego, es la única que deviene en capacidad productiva, el verdadero cimiento del progreso de los pueblos, porque los bienes de consumo, es decir, la riqueza material, son fruto directo del conocimiento aplicado.

Apunta a que la eterna y muy humana pugna de intereses entre los sectores sociales se racionalice y devenga en negociación y diálogo, no en balas y atropellos. Apunta, en fin, a que la gente visualice que la convivencia civilizada deviene en prosperidad, siempre y cuando se entienda que el progreso material y social sólo es posible en un orden que garantice y libere la capacidad de trabajo que la gente tiene, pero sin exacciones abusivas del Poder político. Y finalmente apunta a que el orden social responda a la voluntad de la misma sociedad y no a la de unos iluminados inescrupulosos que experimentan con la vida y la seguridad de millones de personas.

De ahí entonces la necesidad de entender correctamente la verdadera connotación de las palabras y los conceptos. De lo contrario será difícil cambiar nuestra condición de países fabricantes de miseria en países fabricantes de progreso, que es lo que define a las sociedades desarrolladas.

*Abogado