Sin dinero no hay derechos: el precio de estar preso en Bolivia


Reportaje sobre el hacinamiento, corrupción  y pobreza en cárceles de Bolivia, pese a la bonanza económica del país proclamada por el gobierno del presidente Evo Morales.

Sin dinero no hay derechos: el precio de estar preso

Para los reclusos que tienen plata, casi todo es posible en las cárceles del país. Para aquellos que no cuentan con recursos es el infierno. Una visita dentro de los muros.

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Reportaje de Timo Kollbrunner, PÁGINA SIETE

Imagen de “El Bote, la celda más pequeña de la cárcel de Montero”. Foto Timo Kollbrunner.

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«En la cárcel que fue construida para 30 detenidos viven 320. Más de 20 presos se encuentran actualmente en «El Bote”, una pequeña celda de apenas unos 10 metros cuadrados”.

«En Bolivia se respetan los derechos humanos”, dijo Rodolfo Calle, presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados de Bolivia, el 22 de octubre pasado. Ese día, Bolivia ingresó como miembro del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Para Bolivia esa elección «significa un reconocimiento internacional del compromiso del país con los derechos humanos a partir de la constitucionalización de los mismos y el trabajo activo para incluirlos en todos los ámbitos internacionales y regionales”.

Al escuchar esta declaración, Juan Pérez (nombre ficticio)  sólo puede reír. Pero no tiene ganas de reír. Desde hace siete meses, el hombre de 33 años está encarcelado en «El Bote”, la celda más estrecha de una pequeña cárcel en la ciudad de Montero, Santa Cruz.

En la cárcel que fue construida para 30 detenidos viven 320. Más de 20 presos se encuentran actualmente en «El Bote”, una pequeña celda de apenas unos 10 metros cuadrados. A veces son más de 40 detenidos en esta celda, dicen los reos a través de las rejas.

Uno no se puede imaginar lo que sucedería si allí se produce una disputa. Es inimaginable que alguien allí pueda sufrir de una enfermedad sin infectar a sus compañeros. Seis de ellos duermen en tres hamacas, el resto en el suelo.

«Anda a comprarnos chicle”, dice Pérez  con una sonrisa amarga, «así podemos pegar a algunos colegas en la pared”. Durante una hora al día, un grupo de prisioneros tiene permiso para estar en el patio, entre las 11 de la mañana y mediodía. En ese lapso, el resto permanece tras las rejas. En la tarde pueden salir por 15 minutos para orinar. Eso es todo.

No es que en «El Bote” estén los que han cometido los delitos más graves. Para nada. Allí está, por ejemplo, un joven que robó unos palos de madera; otro, de 15 años -porque no hay separación entre jóvenes y adultos- por haber dormido ilegalmente en una casa abandonada.

En «El Bote” de Montero se evidencia que en Bolivia, generalmente, no es la gravedad del delito la que decide las condiciones carcelarias. Casi a todos los que llegan a la cárcel de Montero se los lanza, primero, a «El Bote”. Así pagan lo más rápido posible para poder irse a otro lado. «Más de mil bolivianos cuesta un lugar en otra celda”, dicen los reos. Los que no tienen este dinero se quedan en allí.

«El coronel siempre trata de chantajearnos”, dice Juan Pérez, «pero cuando no hay familia o amigos que puedan traer dinero, tampoco hay mucho para chantajear”. Y así, muchos se quedan en la celda, hombro a hombro, expuestos a los caprichos del coronel.

«Si él quiere plata, tiene problemas con su mujer o no sé qué nos hace sufrir. A veces no nos deja salir por dos días”, dice otro de los encarcelados. Entonces, el que no quiere orinar como el resto en una botella de plástico tiene que pagar.

Encarcelado por falta de dinero

Lo que hay gratis en la prisión de Montero es un pan con té por la mañana y una sopa por el almuerzo. La cena la tienes que comprar; cuesta 10 bolivianos. Si alguien te visita paga cinco bolivianos. Si tú estás en «El Bote” y quieres dejarlo para ver a tu visita pagas otros cinco.

Las llamadas tienen costo. Los cepillos de dientes tienen costo. Todo tiene costos. «Todos los policías quieren ser traslados a esta  cárcel”, dice un preso, «porque saben que se puede ganar dinero fácil aquí”. La atención médica ha mejorado un poco desde septiembre pasado, cuando una presa, obesa, de 46 años, falleció de un ataque al corazón por el calor que sufría en la celda de mujeres, sin que nadie se haya preocupado por ella. Hoy, si un preso está enfermo, el médico le escribe una receta; pero es el reo el que tiene que pagar los medicamentos recetados.

Lo más caro es cuando alguien tiene una audiencia judicial fuera de los muros. Cien bolivianos para que la secretaria de la prisión encienda la computadora, cuentan los presos. Si está fijada la fecha, uno tiene que pasar 200 bolivianos más a un policía, para que lo acompañe al Tribunal. Si la Policía opina que se necesitan dos policías, ya son 300. Y luego, por supuesto, se necesita un coche para ir a la corte. El reo tiene que alquilarlo por cerca de 200 bolivianos. Y, finalmente, se recomienda hacer llegar unos billetes al fiscal y al juez. Caso contrario, es muy probable que estos no aparezcan en la corte y la audiencia se posponga.

Según una última encuesta realizada por Transparency International, la organización no gubernamental que es referente mundial en el tema de corrupción, el 86% de los bolivianos  afirman que la Policía es corrupta, y el 76% señala que el poder judicial también es corrupto. Tan corrupto que quien no tiene dinero debe esperar años hasta tener una condena.

La gran mayoría de los presos en Montero no tiene condena, lo que no es una excepción en Bolivia. El 81% de todos los presos en Bolivia no han recibido una sentencia, y son detenidos preventivos.

Bolivia es el país con más presos sin sentencia en América del Sur. Más que 300 mil casos están en esta situación; algunos reos están encarcelados preventivamente desde hace 5 o 6 años, más tiempo que la pena máxima que correspondería al delito que aún no se sabe si en verdad han cometido.

Quien no tiene el dinero suficiente para asegurarse de que su caso sea tratado como prioridad permanece tras las rejas. En algunos casos, la acusación ha sido retirada hace mucho tiempo, pero eso tampoco ayuda mucho.

Si uno quiere irse tiene que pagar para recibir su mandamiento de libertad. Es obvio: muchos no están aquí debido a lo que han hecho, sino porque les falta el dinero para salir. Y, paradójicamente, porque tan pocos salen, las cárceles se llenan cada vez más. Hay que añadir que en Bolivia muchos delitos que en otros países son sancionados con servicio a la comunidad, con una multa o una condena condicional, son castigados con encarcelamiento.

En las cárceles de Bolivia, que en realidad tendrían capacidad para 4.884 presos, según las últimas estimaciones se encuentran 14.587 personas. El defensor del Pueblo, Rolando Villena, afirma que «la carga procesal acumulada, la cantidad insuficiente de juzgados, la complejidad de los procedimientos, la cultura del pseudo litigio, así como la deshumanización de la justicia, ha generado un sistema gigantesco, caótico e incontrolable que afecta directamente al ciudadano y que deviene en una mora y retardación que a estas alturas parece no tener solución”.

La «mejor” cárcel del mundo

Más de 5.000 reos están en la cárcel de Palmasola en la ciudad de Santa Cruz, a una hora de Montero. Palmasola, que fue construida hace 25 años para 600 detenidos, es la prisión más grande del país. Como en la mayoría de las cárceles bolivianas, en Palmasola la ley que rige es la que establecen las organizaciones de reos.

El enorme terreno, rodeado de una pared alta, está dividida en secciones, en diferentes PC, que quiere decir «Puerta de Control”. En el PC  tres, por ejemplo, que también se llama Chonchocorito, se pueden ver a algunos prisioneros con graves quemaduras, resultado de la pelea de poder que hubo en esta sección en agosto de 2013 y que causó la muerte de más de 30 reclusos.

En el PC dos viven actualmente 425 mujeres, algunas con sus hijos; el PC cinco es la sección para los enfermos, la mayoría de los cuales sufre de tuberculosis, SIDA o hepatitis. Pero, la mayoría de los presos de Palmasola vive en PC cuatro, en la sección más grande, que es una pequeña ciudad. Hay una cancha de fútbol, una sala de billar, un puesto de frutas, restaurantes y tiendas para alquilar o comprar televisores. Prostitutas, alcohol, drogas, armas… todo puede ser organizado aquí si uno tiene dinero.

A simple vista el PC cuatro es pueblo normal: todos caminan lento porque nadie tiene que ir a ningún lado; la ropa de los reclusos es un poco más usada y sucia que en los sectores más privilegiados y los residentes tienen más tatuajes -mal hechos- que lo habitual.

Si tienen que hacer una llamada se esconden en un rincón: verdaderamente están prohibidos los teléfonos en la cárcel. Y claro, hay una gran cantidad de hombres, pero también hay mujeres y niños que viven con sus maridos y padres.

Pocos viven en celdas, pero en sí en cuartos o departamentos enteros. Para aquellos que tienen dinero, Palmasola quizás es la mejor cárcel en el mundo. Para aquellos que no lo tienen puede ser el infierno. Allí todo cuesta.

A la llegada tienes que pagar tu «derecho de piso”; sólo así se puede alquilar un lugar en un cuarto. Los familiares que van de visita pagan ingreso. Si quieres llamar a alguien, pagas. Si tienes una audiencia afuera, también pagas.

«Just bad, very fucking bad”

La segunda mayor cárcel del país (San Pedro, en la ciudad de La Paz), funciona de la misma forma. Los que tienen plata pueden arreglar casi todo, y los que no la tienen, pueden perder, incluso, su dignidad humana.

Daniel Smith, sudafricano de 38 años, pertenece al primer grupo. En la plaza, frente a la cárcel de San Pedro, cuenta su historia. Estuvo allí entre 2005 y 2009, luego que lo capturaran en el aeropuerto de El Alto con un kilo de cocaína dividido en 85 cápsulas en su estómago.

Se sorprendió cuando llegó a San Pedro. «Nadie estaba en ropa de presos. Yo preguntaba: ¿dónde están las celdas? No hay celdas, me dijeron”. Tuvo que pagar 350 dólares para entrar a «La Posta”, una sección de privilegios donde estaban otros extranjeros, políticos o grandes narcotraficantes como Luis Amado Pacheco, alias Barbas Chocas, que se hizo su amigo.

Con los meses, Daniel   construyó una buena vida adentro; aparte de las peleas que tenía de vez en cuando en cuales «he tenido que demostrar qué nadie puede joder conmigo”, cuenta.

Compró dos cuartos, uno por 1.500 y el otro por 2.000 dolares, que podía alquilar. Vivía adentro con su esposa boliviana y su primera hija; tenía su propio pequeño restaurante, y, particularmente, ganaba con los tours para turistas que hizo hasta que fueron prohibidos.

Desde  2009 está fuera de la prisión y trata de ganar dinero como guardia de seguridad. «Era más fácil hacer dinero adentro”, dice.

«Si no tuviera una familia, no me importaría ir adentro de nuevo. Vivía mejor allí que afuera”. Pero, para aquellos presos que no tienen dinero, San Pedro es, según Smith, «just bad, very fucking bad” (simplemente mala, muy mala). «Duermen en los pasillos, algunos sin mantas. Los que no tienen nada están listos para matar por unos pocos pesos”.

«Ayúdeme, mi libertad está en sus manos”

La única esperanza de muchos reos pobres para salir de su miseria es la Defensa Pública; es decir: los abogados que defienden a quienes  no tienen medios para pagar su propio defensor.

El servicio de la Defensa Pública es una de las pocas cosas que no cuesta nada en las cárceles bolivianas. En Palmasola, por ejemplo, cada viernes por la mañana, los abogados de la Defensa Pública se sientan en los bancos de la Iglesia Evangélica Cristiana del PC cuatro, «Esperanza Viva”, para atender a los reos sin recursos.

En la mesa de adelante -el viernes que este medio visitó  el penal- está sentada Zumaya Toco Guarachi, abogada de 30 años. Sus clientes hacen fila. Han esperado una semana para hablar con la «doctora Zumaya”, como todos la llaman. Pero, la palabra que la doctora más utiliza es «paciencia”. Allí, en la iglesia de Palmasola, uno puede ver -en vivo y directo- cuánto afecta el retraso de la justicia a los reos más pobres.

«No”, dice la doctora, «su confirmación de trabajo todavía no ha llegado, por favor tenga un poco de paciencia”. A otro reo le dice: «Su papel ya estaría listo, pero la secretaria de la Fiscalía ha sido despedida, tenemos que esperar”.

«Gracias, doctora”, dice el preso y se va. Uno de ellos ha traído salteñas; otro le ha construido una nave de madera dentro de una botella de vidrio, abajo de la cual ha escrito: «Ayúdeme, mi libertad está en sus manos”.

No es tanto lo que la doctora puede hacer. Las condiciones en las que trabajan los defensores públicos son precarias. Hay 84 de ellos en todo el país, y entre ellos defienden 4.470 presos. Más de 50 cada uno. Los abogados de la Defensa Pública reciben poco más de 4.000 bolivianos por mes, ni siquiera la mitad de lo que gana un fiscal.

De su sueldo incluso tienen que pagar las fotocopias de actas y el transporte, y muchas veces cuando tienen una audiencia, el fiscal o el juez simplemente no aparece.

Los defensores cruceños comparten viejas computadoras llenas de virus y hay una sola impresora para todos.

Por eso, Zumaya Toco Guarachi comparte dos rasgos con todos sus colegas: es joven y va a dejar este trabajo en cuanto se le presente otra opción.

«Trabajar en la Defensa Pública es como una escuela para conocer el sistema”, dice. Pero, ¿qué abogado quiere permanecer durante años en esta escuela?

Un simple enunciado

«El Estado garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia plural, pronta, oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones”, dice el articulo 115 de la Constitución Política del Estado. «Toda persona sometida a cualquier forma de privación de libertad será tratada con el debido respeto a la dignidad humana”, dice el artículo 73 de la misma.

«Hay una brecha enorme entre la normativa y su aplicación”, dice el defensor del Pueblo, Rolando Villena, «lo que genera que el cumplimiento de los derechos humanos de los y las privadas de libertad se haya convertido en un simple enunciado”. Según Villena es «indudable que hay una evidente discriminación en la administración de justicia, que afecta de manera más negativa a las personas que no cuentan con dinero para encarar un proceso judicial”.

Desde hace tres años, todos los establecimientos públicos del país deben  tener un letrero que dice «Todos somos iguales ante la ley”. Con todo parece que los que no tienen dinero muchas veces no llegan hasta la ley.  Juan Pérez y sus compañeros en «El Bote” de Montero ni se atreven a pensar en un juicio justo, ni en el cumplimiento de los artículos de la Constitución, o en una garantía de derechos humanos. Ellos tienen un solo deseo: que acabe el ciclo, y que cada tres meses otro sargento sea el encargado de la cárcel de Montero para que no sean siempre los mismos los que sean maltratados.

«A la llegada tienes que pagar tu ‘derecho de piso’; sólo así se puede alquilar un lugar en un cuarto. Los familiares que van de visita pagan ingreso”.